Jugar. Competir. Ganar. Persistir. No desistir.
Sufrir. Ser feliz. Luchar. Fracasar. Perder. Volver a empezar. Diganme si el
fútbol no se asemeja a la vida misma por fuera del verde césped, sólo que sin
la ilusión del partido del próximo domingo, sin la posibilidad de la revancha
en el próximo lance. Hemos aprendido a caminar con vitalidad y pasión en todos
los territorios de este mundo, gracias a este invento inglés con raíces
ancestrales de nuestros pueblos indígenas de la América indígena.
Desde 1977-78 supe que el fútbol podía ser una
narrativa. Un cuento. Un poema. Una fotografía del entrenador apoyado en una
pared fumando tabaco y cavilando acerca del próximo desafío. Ese entrenador se
llama Cesar Luis Menotti y cuando leía las notas de Juvenal y Eduardo Verona en
El Gráfico, esa revista que con sus textos y fotografías me condujo hasta la final
Argentina – Holanda, supe que el fútbol era en primer lugar un discurso de palabra
bien dicha, de coherencia entre el hacer y el decir, de lucidez y potencia
persuasiva.
Años más tarde aprendí también que el fútbol
puede ser esa emboscada de cederle el balón al rival para intentar ganarle a
partir de sus errores y no de las virtudes propias. El catenaccio italiano me dijo un día, esta manera de interpretar y
ejecutar el juego no es para ti. Dicho y hecho, me aferré a la idea de que el
fútbol es tener el balón desde el que se gestan mil y una fantasías, algunos
goles memorables, pero sobre todo, esa posibilidad humana de dialogar con el
otro, y con el de más allá, y en tanto sea posible con todo el equipo a partir
de un interminable número de pases que conducen inevitablemente, si esa
práctica es ejecutada con perfección de engaño y de terminación de la jugada, a
trasponer la puerta contraria.
Ganar, qué sensación especial, pero cuan más
valiosa si ganar ha sido producto del genio personal en asociación, de esa
magia que conjuga talento individual y equipo que es capaz de gestarse desde
los botines de una buena gente que recibe y entrega balones con la felicidad
inexplicable e incomparable que esto produce, o de la atajada imposible que
paraliza por milesímas de segundo corazones al borde del paroxismo.
Con Brasil 70, Holanda 1974, y Argentina 78
comencé mi búsqueda del juego perfecto que me permitiera alcanzar el estatus de
futbolero perfecto. Tres décadas más
tarde sucedió: Lionel Messi, Xavi Hernández y Andrés Iniesta nos avisaron desde
el Barcelona que la santísima trinidad ocupaba todos los espacios del Camp Nou.
Que Messi era el hijo de Dios y había llegado para salvarnos del tedio de fin
de semana, que Xavi era el padre que jugaba a hacer jugar a los demás con una
perfección que fabricó legiones de seres que quedábamos boquiabiertos con su sabiduría
de campo abierto y exactitud para jugar el balón, e Iniesta era el Espíritu
Santo porque parecía invisible pero con una de sus apariciones fantasmales, por
ejemplo, hizo campeón del mundo a España en Sudáfrica en 2010.
Me ufano de sentirme futbolero perfecto porque
es el juego el que me ha convencido, que está primero que la competencia. Si se
juega bien las posibilidades de ganar son siempre mucho mayores, aunque perder
también sea parte de la esencia, como me lo recuerda siempre el genio de genios
de la táctica que se llama Johan Cruyff
y que jamás pudo ser campeón mundial con la naranja de Holanda. Ganar – perder
es parte del artefacto mundano del capitalismo. Jugar es inherente a la esencia
humana en toda su profundidad.
¡Salud a Marcas de La Razón en los treinta años
de su vigencia periodística!
Originalmente publicado en Marcas de La Razón el 26 de marzo
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