domingo, 9 de abril de 2023

Futbolero perfecto

 

Jugar. Competir. Ganar. Persistir. No desistir. Sufrir. Ser feliz. Luchar. Fracasar. Perder. Volver a empezar. Diganme si el fútbol no se asemeja a la vida misma por fuera del verde césped, sólo que sin la ilusión del partido del próximo domingo, sin la posibilidad de la revancha en el próximo lance. Hemos aprendido a caminar con vitalidad y pasión en todos los territorios de este mundo, gracias a este invento inglés con raíces ancestrales de nuestros pueblos indígenas de la América indígena.

Desde 1977-78 supe que el fútbol podía ser una narrativa. Un cuento. Un poema. Una fotografía del entrenador apoyado en una pared fumando tabaco y cavilando acerca del próximo desafío. Ese entrenador se llama Cesar Luis Menotti y cuando leía las notas de Juvenal y Eduardo Verona en El Gráfico, esa revista que con sus textos y fotografías me condujo hasta la final Argentina – Holanda, supe que el fútbol era en primer lugar un discurso de palabra bien dicha, de coherencia entre el hacer y el decir, de lucidez y potencia persuasiva.

Años más tarde aprendí también que el fútbol puede ser esa emboscada de cederle el balón al rival para intentar ganarle a partir de sus errores y no de las virtudes propias. El catenaccio italiano me dijo un día, esta manera de interpretar y ejecutar el juego no es para ti. Dicho y hecho, me aferré a la idea de que el fútbol es tener el balón desde el que se gestan mil y una fantasías, algunos goles memorables, pero sobre todo, esa posibilidad humana de dialogar con el otro, y con el de más allá, y en tanto sea posible con todo el equipo a partir de un interminable número de pases que conducen inevitablemente, si esa práctica es ejecutada con perfección de engaño y de terminación de la jugada, a trasponer la puerta contraria.

Ganar, qué sensación especial, pero cuan más valiosa si ganar ha sido producto del genio personal en asociación, de esa magia que conjuga talento individual y equipo que es capaz de gestarse desde los botines de una buena gente que recibe y entrega balones con la felicidad inexplicable e incomparable que esto produce, o de la atajada imposible que paraliza por milesímas de segundo corazones al borde del paroxismo.

Con Brasil 70, Holanda 1974, y Argentina 78 comencé mi búsqueda del juego perfecto que me permitiera alcanzar el estatus de futbolero perfecto.  Tres décadas más tarde sucedió: Lionel Messi, Xavi Hernández y Andrés Iniesta nos avisaron desde el Barcelona que la santísima trinidad ocupaba todos los espacios del Camp Nou. Que Messi era el hijo de Dios y había llegado para salvarnos del tedio de fin de semana, que Xavi era el padre que jugaba a hacer jugar a los demás con una perfección que fabricó legiones de seres que quedábamos boquiabiertos con su sabiduría de campo abierto y exactitud para jugar el balón, e Iniesta era el Espíritu Santo porque parecía invisible pero con una de sus apariciones fantasmales, por ejemplo, hizo campeón del mundo a España en Sudáfrica en 2010.

Me ufano de sentirme futbolero perfecto porque es el juego el que me ha convencido, que está primero que la competencia. Si se juega bien las posibilidades de ganar son siempre mucho mayores, aunque perder también sea parte de la esencia, como me lo recuerda siempre el genio de genios de la táctica  que se llama Johan Cruyff y que jamás pudo ser campeón mundial con la naranja de Holanda. Ganar – perder es parte del artefacto mundano del capitalismo. Jugar es inherente a la esencia humana en toda su profundidad.

¡Salud a Marcas de La Razón en los treinta años de su vigencia periodística!

 (*) Julio Peñaloza Bretel fue jefe de prensa de la Selección Boliviana de Fútbol en la Copa del Mundo de Estados Unidos 1994, tiene publicados cuatro libros de fútbol y ha escrito para Marcas de La Razón en ediciones ordinarias de lunes y en ediciones especiales sobre copas del mundo y copas América.

 



Originalmente publicado en Marcas de La Razón el 26 de marzo

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