“Macaco” y “negro de mierda” le
profirió el futbolista argentino Leandro Desabato (Quilmes) a su colega de
profesión, Grafite, entonces jugador del Sao Paulo. El incidente se produjo el
13 de abril de 2005, durante el desarrollo de un partido de Copa Libertadores
de América en el estadio Morumbí, lo que motivó que efectivos policiales, ni
bien el jugador rioplatense traspuso la línea de cal cuando se cumplieron los
90 minutos, fuera detenido durante cuarenta horas, y su club se viera obligado
a pagar casi cuatro mil dólares para que se instruyera su liberación. Entonces,
hace trece años, estaba muy claro que los dichos racistas eran condenados
social y penalmente en un país en que por fin los pobres, los desheredados de
la tierra, se convertían en prioridad democrática.
Las cosas han cambiado,
transcurrida algo más de una década, porque un candidato a la presidencia,
perteneciente a la más nauseabunda derecha que pudiera existir en el planeta
que hasta la propia Marine Le Pen ha condenado desde París, ha utilizado un
lenguaje de odio y discriminación étnica durante toda su campaña,
emprendiéndola contra mujeres, afros, homo y transexuales. Ese candidato que
lleva el sugestivo Mesías como segundo nombre es ahora el presidente electo del
Brasil, y varios políticos han saludado
su triunfo calificando la elección de “limpia” entre los que hay que destacar a
Luis Almagro como Secretario General de la OEA, Sebastián Piñera, presidente de
Chile; el ex presidente Jaime Paz Zamora, los exvicepresidentes de Gonzalo Sánchez de
Lozada, Victor Hugo Cárdenas y Carlos Mesa; el exvicepresidente de Hugo Banzer,
Jorge Quiroga; el alcalde suspendido de Cochabamba, José María Leyes y otros
anticomunistas que viven en una especie de guerra fría mental, pertenecientes a
las llamadas plataformas ciudadanas que defienden con uñas, dientes y quién
sabe con qué otras armas si lo consideraran necesario, el resultado del referéndum del 21F2016.
Algunos otros, medianamente más
astutos, han preferido enviar congratulaciones a la democracia y al pueblo
brasileño en genérico, a sabiendas de que la personalización de los parabienes
es implícitamente un reconocimiento a que en las reglas de juego, más importa
el juego que las reglas, ya que no puede generar dudas que las autoridades electorales
le han permitido a Jair Mesías Bolsonaro, decir que lo que se le pegara la
gana, apelando, además, a las noticias falsas esparcidas a través de las redes
sociales para consolidar el voto en aquellos como él que creen en un Brasil
blanco, de ojos azules, incapaces de mezclarse con escorias humanas como los
migrantes bolivianos, tal como en su momento el campante ganador, ex capitán de
ejército, tributario de las dictaduras militares, lo afirmara sin ambages,
superando las torpezas y los excesos de otro parecido a él, llamado Donald
Trump.
Los grandes líderes y tomadores
de decisiones pertenecientes a la izquierda y el progresismo no deben darse el
lujo de subirse en los aviones de los ricos, de los Marcelos Odebrecht, de los
propietarios de OAS, de los Queiroz Galvao o de los Camargo Correa, y menos ceder
ante coimeras tentaciones que desnaturalizan su génesis política e ideológica.
Que eso lo sigan haciendo los conversos y los culipanderos que tienen como
proyecto invariable el privilegio del mercado por encima de las necesidades
apremiantes de los sectores más deprimidos de la sociedad. “La estrategia de la
izquierda es no robar” ha dicho lucidamente Pepe Mujica desde Montevideo, porque
la corrupción debe continuar siendo una marca distintiva de los conservadores,
de los adoradores del capital transnacional, de los facilitadores de la
explotación despiadada de los trabajadores del campo y las ciudades, del saqueo y el despojo de nuestra biodiversa
riqueza, de aquellos que en el fondo son tremendamente parecidos a Bolsonaro,
pero que su hipocresía políticamente correcta y un cierto pudor por el respeto
a valores humanos elementales, les impide poner en evidencia a través de un
discurso o un tweet.
Bolsonaro presidente será algo
distinto que Bolsonaro candidato. Moderará su lenguaje, muy probablemente aprenderá
a medir sus palabras, pero ningún cambio de estilo o tono impedirá que deje de
creer en el supremacismo como guía de sus acciones, para controlar la sociedad y la economía.
Privilegiará a los poderosos empresarios, restituirá privilegios y escenarios
para los altos mandos militares. y el resto, incluídos los 45 millones que
votaron por el tardío candidato del Partido de los Trabajadores (PT), Fernando
Haddad, deberán someterse a sus criterios de orden y limpieza, incluído Luiz
Inácio Lula da Silva al que tratarán de pudrir en la cárcel de Curitiba y Dilma
Roussef, que no logró ganar el curul de Senadora por Mina Gerais, alejada de la
presidencia a través de un golpe de Estado “suave” por presuntos hechos de
corrupción que hasta ahora no han sido demostrados.
El panorama internacional es
patético si se considera que al ex izquierdista uruguayo, Luis Almagro,
empleado de alto standing del sistema interamericano financiado por los Estados
Unidos, celebra el triunfo de Bolsonaro y persiste en su campaña en la que
tacha de dictador a Nicolás Maduro: Está claro, es preferible un explícito
militante del conservadurismo y de la derecha, que un converso, como los hay
tantos en nuestras comarcas, que terminan alinenadonse con quienes, comenzando
desde la retórica electoral, pisotean los preceptos consagrados en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, vigentes desde 1948.
Originalmente publicado el 31 de octubre en la sección Opinión de la Agencia de Noticias Fides (ANF)