"Si quiero me toco el alma, pues mi carne ya no es nada"
Barro tal vez, Luis Alberto Spinetta
Dormitaba bajo el mangal de "El Misionero" de Concepción y no sé si desperté o sucedió dentro del sueño: El hiriente verdor del árbol me sacó de una prematura siesta matinal luego de haber celebrado la felicidad de querer tanto a Susana la noche anterior. La imagen del árbol me condujo a preguntarme con naturalidad y liviandad: ¿Y si me muero ahora? Pasaron unos minutos, me levanté de la hamaca y comencé a caminar por el corredor, de regreso al dormitorio, y mientras Camila, Sebastián y María pasaban por un lado y otro de mí, entretenidos cada uno en sus afanes de primera hora, sentía que no sentía, percibía a todos y a todo "desde afuera" como si los estuviera observando desde otra dimensión y con la absoluta conciencia de que no estaba ahí, de que había quedado levitando sobre la cerámica roja.
No puedo describir la sensación de incapacidad física que me producía el hecho de sentir que mis hijos no me veían, que yo espectaba como un fantasma sus idas y venidas en el patio y a pesar de que les hablaba y me respondían, la información cerebral me insistía: No estaba. Ingresé a la ducha y cuando cerré el grifo para salir y secarme, sentí que me había vaciado y volvió a mi cabeza la misma pregunta ¿y si me muero ahora? Sentí frío y despojo del cuerpo, salí lloroso en busca de mi mujer, me abracé y le describí lo que me había sucedido con testimonio de pánico. Experta en la materia por haber estado tecnicamente al otro lado por una peritonitis, hacían diecisiete años, me esclareció: Te relajaste mucho, tu ajayu empezó a volar, tu espíritu se fue por un rato.
Salimos a dar una vuelta en barcaza por la Represa, una pequeña laguna a pocos minutos del centro del pueblo, y mientras la recorríamos en una lancha, todos a mi alrededor sentían placidez por el paseo, menos yo, que seguía impresionado y tembloroso con la marcada sensación de que veía a todos mis semejantes mortales desde una especie de ventana abierta entre nubes. Miedo ingobernable a la muerte es lo que sentí durante aproximadamente un par de horas.
Un nítido recuerdo de niño me dice que frecuentaba soñar intencionadamente que podía saltar como con garrocha y quedarme en el aire para volar por bosques y ciudades, por altos edificios y escenografías descomunales, sentía que mi imaginación podía conducirme por los cielos, pero al mismo tiempo, intuía que debía controlar mis delirios aéreos por la razón que impone la corporeidad terrenal, para no irme definitivamente, para no perderme, para no quedar irremediablemente desconectado.
Estaba y no estaba. Estuve y no estuve. Se entrecruzaron el sueño y la vigilía de mi conciencia. No tengo dudas que se produjo una separación del cuerpo y la energía, hasta que por la tarde de ese mismo 17 de octubre, un amigo en asuntos extrasensoriales, experto botánico en todas las especies de nuestra biodiversidad en la Chiquitanía, me dedicó quince minutos de su concentración para quitarme el pánico y volverme a poner el aura y sus menudencias en su lugar.
Se cumplia exactamente un año del traumatizante atentado que sufriera en La Paz, cuando fuí atracado y terminé con la clavícula rota, un estallido de fracturas en el pómulo izquierdo, un diente arrancado de su sitio y el resto de la dentadura superior en calidad de teclas de piano mal afinado. Se cumplían siete años de la caída de Sánchez de Lozada.
Acabo de ver la última película de Clint Eastwood, --"Más allá de la vida"--, y su sabiduría narrativa y experiencia para dirigir actores, hicieron que en las dos horas y media en la sala oscura se me devolviera una paz interior que no había logrado experimentar en tres meses, luego de dormitar debajo ese mangal tan alivianado por la confusa sensación de bienestar que permite el acostarse en una hamaca.
Han transcurrido tres meses luego de aquella extraña experiencia. Cuando camino por la calle, siento a veces leves mareos, que según me han explicado algunos expertos, son nada más que producto de la autosugestión y el nerviosismo.
Todos los días tengo presente que la muerte puede visitarnos en cualquier momento, el rato menos pensado como dice el lugar común. Esa conciencia, ahora cada vez mejor manejada por mi experiencia y mi voluntad de tener siempre fusionadas la inteligencia y la sensibilidad me lleva a comprender con mayor benevolencia cómo tantos eligen el camino de debatirse por asuntos humanos y mezquinos, en la medida en que la mezquindad y la pobreza espiritual definen las insignificantes formas de ser de quienes viven de omnipotencia y una falsa invulnerabilidad.
Estoy aquí y agradezco a todos los dioses y las fuerzas espirituales y energéticas por esta irrepetible experiencia de vivir, con la absoluta certidumbre, ahora sí, de cuan pasajeros y minúsculos somos todos.