A la mañana del
domingo, el Diego se despereza y se levanta con la remera blanca raída y
ostensiblemente agujereada debajo del ombligo, boquete que enfatiza lo grotesco
de su barriga. Lleva una resaca del carajo , pero de todas formas rengo como
está, brinca al patio de la casa alrededor del que viven sus diez hermanos y
cruza en diagonal para meterese a la ducha, porque son las únicas horas de que
dispone en la semana para salir a caminar con su mujer Claudia, pintada de
Evita ella y sus tres hijos y su hija que patalea en el cochecito azul y
amarillo a cuatro meses de haber nacido.
Sale de la ducha
el Diego y va para el cuarto en el que hay una silla con una montaña de ropa,
la cama todavía desecha, un ropero con espejo en un lado y en el otro no, y un pantalla
plana de 50 pulgadas de buena marca para poder mirar el fútbol de los domingos
cuando a la cancha no se puede ir porque Boca juega de visitante.
Encima de la
tele hay una Vírgen de Luján y en la pared a lado de la puerta de la habitación
color turquesa está la foto de ese Boca Juniors en el que jugaban Roma, Rattin
y el fachero de Marzolini, para más datos en la casa todos son bosteros,
excepto dos de los hermanos que se hicieron de Argentinos desde que vieron a un
chico de dieciseis hacer malabarismos con la pelota en ese grupo que dirigía un
tal Francisco Cornejo llamado los Cebollitas.
A las 11:30 de
la mañana, a Diego le retumba la cabeza y cojea porque en el picado del día
anterior, uno de sus compañeros de obra con el que se encuentra de lunes a
viernes le puso la pierna fuerte, cosa que lo precipitó contra el piso cayendo
mal, torciéndose el tobillo y volviendo a lastimarse esos meniscos que parecen
de futbolista metido a profesional de primera división.
Así, cojo,
gordo, demacrado, con cara de haberse tomado hasta el pulso en el bar del
Guille la noche anterior, la familia encabezada por el Diego comienza la
caminata todos en sandalias y bermudas con destino al centro de abasto del
barrio, donde la vida es más barata, por más trucha y brillosa que sea la
oferta.
Es una familia
pobre, pero muy normalmente pobre la del Diego. Cuando hay de sobra es para
chupar y alguna vez para comprarles zapatos a los chicos de los que destaca
Huguito, el mayor que con doce años vive con las ganas de llegar algún día a la
Bombonera para ver jugar a Román que también ha salido de uno de esos barrios
jodidos -Don Torcuato-en el que los chicos jugaban por plata, algunos de ellos
bien provistos de cortaplumas y otras puntas por si las moscas y si alguno de
los pendejos del equipo rival quisiera pasarse de vivo a la hora de honrar los
compromisos. Huguito quiere ser como Román porque Román aparte de saber tanto
con la pelota, sabe sin ella, sabe con los suyos que el amor y la unión completan
la fuerza que a uno le puede infundir el hecho de ser un tipo querido por la
tribuna.
La Claudia es
una buena madre que putea mucho con su marido cuando éste llega al día
siguiente que aparte de frustrarle el mañanero después de su último embarazo,
le cae encima aplastándola en el vano intento después de tantas horas de
meterle a la botella junto a sus gomías de obra en el bar del Guille, muchas
veces amenazados por los revoloteos de algunas minas que fracasan en los
coqueteos en pos de convencer a estos albañiles a los que sólo les alcanza para
la farra, pero jamás para intentar, además de chupar, uno de esos polvos que
para sus bolsillos resultan practicamente inaplicables. Eso sí, cuando alguna vez
aparece la Soledad, el Diego se hecha una escapada al albergue transitorio más cercano
porque como es amiga de añadas, la cogida es gratis aunque deba ser rápida,
ella de cuatro, él de rodillas mirando al cielo.
El Diego no es
buen marido pero tampoco malo, no es mal padre pero de ninguna manera
excelente. Es un villero que no pierde de vista que lo primero es parar la
olla, que si en otros tiempos su mujer tenía una cintura de avispa y se meneaba
en los galpones donde retumbaba la música de Gilda, no había mas que seguirla
porque gracias a tanto sacudón le llegaron dos hijos al hilo, menos la última
que debe su existencia a un globo pinchado. Los otros hijos del Diego y la
Santa Claudia que se volvió santa luego de dejar la bailanta, se llaman René y
Ricardo, el primero en homenaje al Loco Houseman y el segundo a Bochini, el
ídolo de siempre del Diego, aunque el petiso 10 nunca haya cambiado la camiseta
del rojo de Avellaneda. René tiene once años y Ricardo diez, también son
boquenses pero todavía no se desesperan como el mayor, Hugo, por correr a la
cancha porque prefieren ser ellos los que pateen pelota en la calle sin salida
donde se sitúa la casa en la que además viven, en cuartitos de a cinco, sus diez
tíos, estudiantes, plomeros y dos taxistas y uno que se fue a probar a las
infantiles de Argentinos.
Uno se pregunta
si la vida del Diego y los suyos es vida, si las aspiraciones son asunto hace
tiempo archivado por las urgencias, si jugar al fútbol con grados distintos de
interes o ilusionarse con los domingos de campeonato no es otra cosa que un
permanente pasaje de ida en el vagón de la sobrevivencia sin otra chance que procurar
algún evento circunstancial y extra-ordinario para hacerle el quite al aburrimiento
de todos los días, por más que haya fútbol y cuando la tele está encendida poder
observar al astro que todo lo tiene y se pavonea por el mundo junto a íconos de
la política o del espectáculo, exhibiéndose con unos lentes de contacto azules
sin que le preocupe cuan negro y petiso es en verdad.
El Diego es y no
es el Diego al mismo tiempo. Tiene la sobrenatural aptitud que le permite
desdoblarse en sus noches de sueño que lo transportan al país de la pelota que
no deja caer haciendo jueguito por tiempo infinito para retornar a su yo
conciente cuando a la mañana abre los ojos y a levantarse para otra vez arañarle
a la vida en la que no hay jueguito que valga.
Delirantes
futboleros o esforzados albañiles. Exquisitos jugadores con distintas suertes
todos ,son futbolistas de espíritu, pero uno sólo llega a ser Dios, un Dios,
además, salido de la misma cuna de barrio destartalado, como los demás. En
realidad el Diego son todos y por eso le profesan idolatría, porque bien
adentro tienen muy metido eso de amar al prójimo como a uno mismo.
En ese paisaje
barrial, los hijos del Diego son los hijos de la esperanza que viven de la ilusión
y la mayoría de ellos mueren con ella, porque en la pobreza la ilusión es la
mejor forma de vivir, haciéndose el distraído uno para mantener aplacada la
fiera que todos llevamos dentro y no dejarnos tentar nuevamente por el saqueo
al micromercado propiedad de un chino que no tiene la culpa del alucine social
en el vivimos, Diego y el resto que en el fondo, ya se dijo, somos tan diegos
como el original e irrepetible, y como el sobrenatural, el que esta noche
volverá a desdoblarse para hacer jueguito otra vez, luego de otra jornada de apilar
ladrillos, de hacer bardas con ellos y que sé yo cuantas cosas más se deban hacer
en la pesada rama de la construcción.
El domingo, ya
se sabe: A la mañana a pasear con los chicos y la nena y por la tarde a la
cancha Diego para ir a ver a Diego que fantasma mantiene el balón suspendido en
el aire con zurda, cabeza, rodillas, empeine hasta la hora en que se corporiza
cuando vuelve a entregarse al sueño.
La pelota no
toca el piso. Será por eso que vivimos etéreos ante la mágica ilusión que nos
transmite la pelota, pero como la vida, este cuento ya me sabe a repetitivo y
para repetitivo basta con el monotono y casi invariable andar de un día para el
otro en el que el Diego y todos los diegos se encuentran metidos hasta el
tuétano con los televisores dominicales a todo volúmen cuando sus cuadros
juegan de visita y no pueden viajar en omnibús para ir al otro lado de la
ciudad.
Buenos Aires, noviembre 2001, cuando Diego Armando Maradona decidió
colgar los botines y gritar a los cuatro vientos “la pelota no se mancha”
Editado en La Paz, Corona Virus, 27 de abril de 2020
Originalmente publicado en la edición digital del diario La Razón de La Paz el 25 de noviembre de 2020.
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