La pretensión de imponer una
narrativa acerca de los “malditos catorce años” es un obsesivo intento por
negar política y mediaticamente algo que para la historia del país parecía
imposible hasta 2005: Que los indígenas originarios y campesinos pudieran
demostrar que había otra manera de comprender y escribir Bolivia, que más allá
de la excesiva concentración de reflectores en la figura de Evo Morales que
amenaza con elevarse a la categoría de mito, el país estaba hecho de demasiados
pedazos inconexos e invisibilizados, de realidades cotidianas diversas y
soslayadas por los señoritos de las zonas residenciales que jamás figuraron en
sus cotidianidades de barrio confortable, porque la vida de los nadies no tiene
porqué importunar el apoltronamiento y la mirada de la clase media-alta del
occidente globalizado.
En ese contexto asoma el miedo al
regreso del MAS al poder, ese mismo miedo de tanto cuento chino que busca
querer convencer a los convencidos conservadores que ya conocemos, que el culto
a la personalidad practicado por un entorno al que en algún momento le
exigiremos una contabilidad de sus actos y sus malos consejos, no es suficiente
argumento para querer esconder que la Bolivia de hoy pone en el mapa de la vida
real a tod@s y ya no más a unos cuantos, que la Constitución que abre las
compuertas al Estado Plurinacional es un instrumento que exige
perfeccionamiento y profundización, que la inclusión social no es una
condescendencia, sino mas bien el resultado de dolorosas luchas, de varias marchas indígenas por la tierra y
el territorio, y masacres producidas desde
principios del siglo XX y un despido masivo (1985) de mineros y trabajadores de
las zonas rurales y las ciudades.
El Sí por la repostulación de Evo
en el referéndum del 21 de febrero de 2016 estaba fundado en la necesidad de
completar un ciclo estatal hasta 2025 a fin de evitar, otra vez, innecesarias y
traumáticas transiciones que nos llevan intempestivamente, de un extremo al
otro, en este caso, de un programa de
gobierno inconcluso a un gobierno bisagra sin preparación para comprender la
misión que le exige su tiempo y espacio, consistente en restituírle al país su
derecho a votar para elegir. Y aunque ese Sí obtuvo casi el 49 por ciento de la
votación, porcentaje idéntico al obtenido en la anulada elección presidencial
del 20 de octubre del pasado año por presunto fraude, las cartas estaban
hechadas desde el día en que Morales decidió convertirse en un mal perdedor,
alimentando durante los tres años siguientes la animadversión de quienes habían
ganado con su No en las urnas, al extremo de haber tenido que salir por la
ventana, golpeado por milicos, polis, embajadores y curas con vocación
injerencista, gracias a la decisión tomada por ese puñado de opositores que
ahora, otra vez, se sacan los ojos entre ellos debido a su falta de musculatura
política, y en los casos de Mesa y Quiroga, además, a sospechosos
comportamientos reñidos con la honradez y la transparencia en el manejo de la
cosa pública.
La Bolivia represiva, negadora de
las contradicciones como método para comprender la historia, por
desconocimiento o por elección ideológica, se enfrenta nuevamente a la Bolivia
del ultimátum obrero por la autodeterminación y mientras entre esas dos
Bolivias no se produzca un auténtico pacto social, ni partidario, ni
circunstancial, no dejaremos de ser un país de quienes miran con nostalgia el
retorno al pasado republicano y quienes comprenden las cosas desde la lógica de
la diversidad étnica y las prácticas organizativas con contenido social, con
todos los matices que pudieran considerarse, desde la auténtica lucha de los
más pobres por mejores días, hasta las maniobras de intereses corporativos que,
camuflados en “el pueblo”, apuestan por el capitalismo empedernido, lo mismo
que cualquier banquero de Wall Street (lease mineros cooperativistas por
ejemplo).
La conjugación de las dos
Bolivias fue un intentó del MNR del 52 con la Alianza de Clases y a su manera,
a través de una combinación de lo nacional popular con los sectores
“privilegiados” quiso hacerla el MAS. En los dos casos, Paz Estenssoro y Evo
Morales, fueron defenestrados con el mejor argumento-pretexto que podría
encontrarse en cada una de esas coyunturas: Prorroguismo o eternización en el
poder. En ambos intentos –1964 y 2019—la Embajada de los Estados Unidos de
América jugó un papel determinante y así tuvimos dieciocho años de dictaduras
militares inauguradas por el Gral. Barrientos y ahora tenemos una transición
gubernamental atorada por una pandemia que sacude al planeta.
Mientras tanto, Bolivia siguen
siendo dos, y navega en la contradicción de la restauración del viejo canon
republicano o la consolidación de un país con un Estado fuerte, capaz de
generar los equilibrios y contrapesos entre nostálgicos, reaccionarios y
progresistas, en una actualidad sin liderazgo, sin esa conducción necesaria
para encarar tan gigantesca tarea, con posibilidades de superar las profundas diferencias
que desembocan en muerte por razones políticas como sucedió en noviembre de
2019, en Pedregal, Sacaba y Senkata.
Bolivia tiene abierta una enorme
interrogación acerca de su futuro democrático y con los jugadores que se
desplazan en la cancha electoral, no asoma la mínima certidumbre de hacia donde
se dirige. Las señales indican que el período de la improvisación se
prolongará, seguramente hasta el día en que emerja una nueva agenda a cargo de
un equipo que debería estar preparado para comprender el signo de los tiempos,
ese que nos está diciendo con claridad que en el núcleo de los acontecimientos
deberá intervenir una nueva generación que con mas de conocimiento y
experticia, y menos de prejuicios y fantasmas, deberá intentar, otra vez, la
monumental tarea de acercar las dos Bolivias para convertirlas en una sola.
Originalmente publicado en el diario La Razón el 27 de junio de 2020
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