Eliot Ness era el héroe policial que comandaba las pesquisas contra las mafias italo neoyorkinas en
los años 60. Lo personificó en la televisión blanco y negro de entonces, el actor Robert Stack y en
cada capítulo emitido por el canal estatal de aquél tiempo eramos testigos semanales de sus
proezas contra esas familias que se repartieron la ciudad de la gran manzana para distribuir
clandestinamente bebidas alcoholicas, narcotraficar y administrar negocios de proxenestimo para
beneficio económico y placeres propios. De aquella serie televisiva semanal se podía advertir un
halo de romanticismo: Ese policía de traje, corbata y sombrero de paño con ala ancha nos contaba
que todo crimen termina siendo descubierto, que la justicia puede tardar pero llega, digamos que
la historia del crimen edulcorada y romantizada en ese clásico que se llamó “Los intocables”.
Ejercitando un largo salto hacia el Siglo XXI, el mafioso esterotipado por ese espectáculo
audiovisual maniqueo, se ha desdoblado en estilos. Hay mafias financieras de cuello blanco que
lavan dinero procedente de actividades ilícitas. Hay mafias políticas que cobran comisiones o
coimas para emprender cierto tipo de proyectos en nombre del desarrollo y del bienestar común.
Hay mafias clericales, refugiadas en sombrías guaridas habitadas por enviados de Dios que han
organizado sociedades secretas de pederastas, pedófilos y otras especialidades relacionadas con la
violencia sexual. En fin, hay mafias especializadas hasta en los asuntos más inimaginables en
tiempos del estallido tecnológico que todo lo simplifica y lo corrompe.
El año 2020 en Bolivia se instaló una mafia lacrimógena. Traficó con materiales para la represión
policial. Parte de esa mafia esta procesada judicialmente y detenida en un recinto penitenciario
estadounidense que tiene al ex ministro de Gobierno Arturo Murillo como su representante más
notable. Ese que cazaba masistas. Ese que decía no estar jugando y que sería implacable. Ese que
inventó el “dispararse entre ellos” para eximirse de responsabilidades por las persecuciones
política, judicial y mediática y la consumación de masacres.
Murillo se convirtió en facilitador de todas las mafias que operaron durante el gobierno del que
era mandamás, el de Jeanine Áñez, y que tiene a un connotado protagonista que hoy día es
escribidor de un par de diarios conservadores y que un año después de haber sido botado por la
presidenta de facto de su cargo de Ministro, pasó a ejercer las funciones de Rector de la
Universidad Católica Boliviana en Santa Cruz de la Sierra. Su nombre es Oscar Ortíz Antelo,
militaba en su juventud en Cristiandad, una organización de origen brasileño que reclutaba
jóvenes anticomunistas y temerosos de Dios y a estas alturas se podría decir que se trata de un
verdadero mago porque a pesar de figurar siempre en las fotografías de la consolidación del golpe
de Estado ejecutado entre el 10 y 12 de noviembre de 2019, hoy día nadie lo nombra, nadie
recuerda que fue uno de los cerebros del asalto al poder, el más frío y calculador de la camarilla
que coordinaba el no ingreso de parlamentarios masistas a la Asamblea para conseguir que
Jeanine fuera presidenta vulnerando el procedimiento constitucional
Como el Eliot Ness de la televisión, Oscar Ortíz Antelo es un intocable, pero al revés, pues se
encontraría en la línea de los transgresores de la ley y el orden. Transgresores es un decir porque
en realidad se trataba de mafiosos. Se lo ha visto tomando café con el que fuera editor de El
Deber, Juan Carlos Rocha, a media mañana de un día cualquiera en un centro comercial de la
avenida Busch, Tercer Anillo de Santa Cruz de la Sierra. Su intocabilidad es tan extraordinaria, que
cuando se recuerda a los golpistas se menciona siempre a Camacho, a Mesa, a la propia Jeanine,
alguna vez a Doria Medina, pero nunca a el. Parece que jamás hubiera estado en el balcón del
Palacio Quemado detrás de Jeanine saludando a sus pititas ilusionados y luego defraudados por la
gestión de gobierno que aceleró el retorno del MAS a través de elecciones en tiempo record.
Oscar Ortíz Antelo estuvo en las reuniones de la Universidad Católica de La Paz cuando la jerarquía
eclesiástica puso en evidencia de andar metida en política hasta el cuello. En dichos encuentros,
siempre frío y discreto, se encontraba este que fuera en su momento operador del ex gobernador
Rubén Costas. Su actuación fue decisiva en la Cámara de Senadores desde donde digitaba
movimientos en las inmediaciones de la plaza Murillo, de civiles persecutores de masistas, policías
y militares. Tuto era el hombre de “la embajada”, Camacho el paramilitar y Ortíz el pensante que
hizo a Jeanine Presidenta. Hoy es el impávido jerarca académico de la universidad de los curas
católicos, un portento de numerario del Opus Dei. Un intocable como nunca se vió en la historia
política de Bolivia, milagrosamente invisibilizado por la santidad de Monseñor Josemaría Escrivá
de Balaguer.
Originalmente publicado en la columna Contragolpe de La Razón, el 20 de mayo
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