Hasta que llegó el día en que unos
indios insolentes ondeando whipalas irrumpieron en el gobierno y luego en el
poder, momento en el que la vajilla de porcelana de la abuela se hizo añicos y
hasta ahora, con todos los pedazos esparcidos por el comedor, las delirantes
bandas de opinadores, “analistas”, tiktokeros, trols y demás fauna
reaccionaria, continúan tratando de reconstruir el rompecabezas como si la
restauración conservadora consistiera en uno de esos puzles de cinco mil piezas
que se van armando con mucha cabeza y paciencia, cosa que no está sucediendo
porque lo que falta precisamente es pienso y tomarse en serio al país.
Se trataba de una antigua vajilla
a la que tenían acceso unos comensales privilegiados que desde su gran mesa
hicieron y deshicieron la Bolivia excluyente y racista, corrupta y
clientelista, arrastrada desde la revolución de 1952, revolución que se hizo
golpista y que conviritió a los “emenerristas” en socios históricos del
militarismo autoritario y fascista de las dictaduras que dominaron Sudamérica
entre los 60 y 80.
Todo estaba bajo control hasta que,
destrozados los platos hondos, planos y platillos, los indios y los campesinos
se sentaron a la mesa y sin ningún pudor comenzaron a tomar sultana con
marraqueta en jarros de peltre, ese sustituto de la plata inadmisible para el
abolengo y el buen apellido. A partir de ese momento (2006), los bolivianos que
soportaban sobre sus hombros, todas las veces que fuera imperativo,
gasolinazos, impuestazos y demás medidas ajustadas desde los organismos
crediticios internacionales, decidieron que podían gobernar nuestro país al que
convirtieron de República a Estado Plurinacional y al que se metieron a fuerza
de victorias electorales aplastantes.
Un verdadero horror. Una
desfachatez. Un sindicalista bloqueador de carreteras y productor de hoja de
coca provocó la ira de blancos y blancoides, quienes lo tipificaron como la
personalización demoniaca del populismo, el autoritarismo, la deformación de la
democracia representativa y decente. A partir de entonces unos que eran, o por
lo menos parecían periodistas, se transformaron en operadores mediáticos, esto
es, activistas políticos financiados por agencias norteamericanas de
penetración e injerencia, que deben su origen y existencia a las razones
anticomunistas de la guerra fría de control y dominación sobre América Latina
como puede comprobarse con la misma revolución del 52 en la que metieron mano y
hasta el fondo, las administraciones gringas de Kennedy y Johnson.
Con la detención preventiva de
Luis Fernando Camacho, gobernador de Santa Cruz de la Sierra, principal
activista y materializador de la sucesión inconsitucional que llevó a la señora
Jeanine Áñez a la presidencia, los operadores mediáticos, guarecidos bajo el
paraguas de instituciones decadentes como la Asociación Nacional de la Prensa
(ANP) y la Asociación de Periodistas de
La Paz, han salido indignados a protestar por agresiones de las que fueron
víctimas “sus” periodistas en medio de los desmanes, el vandalismo, los
incendios, y demás destrozos ocasionados por militantes de la Unión Juvenil
Cruceñista a la que por supuesto jamás calificarán como hordas, ya que las
hordas en Bolivia solo pueden estar conformadas por masistas –militantes,
afines o simpatizantes del Movimiento al Socialismo (MAS)-- según su obsesivo y
enfermiza mirada.
Busco y no encuentro. La ANP y la
asociación paceña de esos periodistas, tan gremiales como mediocres tantos de
ellos, ¿dijeron algo cuando se desataron los atropellos del gobierno de facto
de Áñez, como por ejemplo la persecución sistemática desatada contra este
diario, La Razón, gracias a iniciativas claramente represivas y atentatorias
contra la libertad de expresión, pero fundamentalemente contra la verdad,
inventando versiones de negocios “raros” y conexiones con otros medios que
nunca existiteron? No podían hacerlo porque precisamente los persecutores
mediáticos eran ellos mismos, con capacidad incluso, de acceder a información
confidencial de la Unidad de Investigaciones Financieras (UIF), en clara
conducta violatoria de la ley.
Estos dizque periodistas han
sustituido la palabra esclarecedora y transparente por la mentira y la
manipulación informativa sistemática, pero a diferencia de 2019, el masismo ha
vuelto a las calles para demostrar otra vez que es mayoría y es con mayorías y
minorías que se hace democracia en la cotidianidad, con la aceptación de que
esas mayorías son las legitimadoras indiscutibles de la democracia, y las que
fueron víctimas de la sañuda persecución, encarcelamiento y tortura sobre la
que estos operadores mediáticos miraron para otro lado durante la gestión de
Arturo Murillo, ministro cazador, ahora sentenciado y cumpliendo condena en
Miami, el paraíso vacacional de muchísimos que hasta hace tres lustros se
sentaban a comer en la reluciente, y ahora hecha añicos, vajilla de la abuela.
Originalmente publicado en la columna Contragolpe de La Razón el 14 de enero
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