Llegó un día en que Washington se vistió de
república bananera. Desquiciado por la derrota, al más puro estilo de las
estrategias intervencionistas en nuestros países, Donald, no el pato de Disney,
sino Trump, el truhán millonario arropado por los republicanos, aceptó que había que contratar especialistas
en destrozos para asaltar el Capitolio cuando la victoria electoral de Joe
Biden era irreversible y no quedaba otra que aducir fraude, por no decir
demencia.
Deberíamos desternillarnos de carcajadas
vengativas: Despúes de cinco décadas de producir cine neocolonial en el que
latinoamericanos, asiáticos, árabes y africanos, éramos estereotipados como
categoría de salvajes pintorescos, ingobernables y corruptibles, llegó al poder
un neoyorkino de origen alemán y estilo folklórico que a punta de negociaciones
e indemnizaciones perpetradas en los garajes de sus towers sofocó rencores femeninos producto del acoso, el abuso y una
dominación sexual abyecta y abominable practicada durante toda su vida de
empresario todopoderoso e imbatible. Todo un portento fálico hipernacionalista
que soñaba con reponer algo así como un Muro de Berlín, muy racista y
antimigratorio para que mexicanos y todo tipo de sudacas la pensaran dos veces
si pretendían convertirse en indocumentados en busca del “sueño americano”.
Los Estados Unidos de Norte América es puertas
para adentro, un interesantísimo país de contrastes culturales e identitarios
muy plurales. El problema surge luego del triunfo en la Segunda Guerra Mundial
cuando se ingresaba de lleno en la Guerra Fría, y las elites políticas,
empresariales y militares deciden que había que controlar, dominar, penetrar y
si fuera necesario saquear otras tierras y otros pueblos cuanto se necesitara
de ellas a partir de esa vocación extraterritorial que ha tenido como respuesta
la conformación de colectivos de resistencia en los cinco continentes que
comúnmente se conoce como antiimperialismo, palabra que las izquierdas social
demócratas ya no pronuncian, porque en el siglo XXI parece más prudente no
utilizar el lenguaje de los años 60 cuando la URSS y su satélite Cuba
amenazaban la democracia, la paz y la libertad entendida e impuesta desde la
Casa Blanca.
La URSS se desintegró, Rusia se reinventó con
desideologización pragmática y el Partido Comunista se convirtió en un viejo
recuerdo dejado por Lenin, Stalin, Kruschev, Brézhnev gracias a la Perestroika
de Gorbachov , mientras la China no dejó de ser comunista en el control
político del sistema, pero se hizo más capitalista y liberal transnacional que
la propia Estados Unidos. Superada la hegemonía bipolar de mediados del siglo XX,
resulta que ahora tenemos un mundo en que la disputa por riquezas y mercados
tiene como mandamases al ochentón Joe Biden, representante de la gerontocracia del
bipartidismo gringo, a Xi Jinping, que concentra el manejo político como
Secretario General del Partido Comunista, el poder militar y la expansión
económica mundial asiática y a Vladimir Putin, un experto en inteligencia y
espionaje que no ha dudado medio segundo en plantarle una guerra a Ucrania y a
toda la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), manejada por
Estados Unidos.
En este nuevo contexto internacional, el
imperialismo norteamericano quiere recuperar su vigor debilitado por la nueva
correlación geopolítica planetaria, utilizando la vieja fórmula: Gravitación
económica a través de sus resortes crediticios, penetración política militar y
recuperación de la iniciativa para volver a hacerse del control de nuestros
recursos naturales que hoy consisten, fundamentalmente, en petróleo, agua,
litio y ese pulmón biodiverso cada vez más amenazado llamado Amazonía.
Estados Unidos quiero volver a hacer de las
suyas en nuestra América morena, pero se va encontrando con líderes respondones
que le hacen muy pedregosa e infranqueable esta nueva incursión que tiene a
personajes como la Generala Laura Richardon, cabecilla del Comando Sur y a Mark
Wells el Secretario para Brasil y Sudamérica del Departamento de Estado en una
estrategia combinada de ataque y tanteo. La una recordándonos nuestra condición
irreversible de patio trasero y el otro justificándola por
“descontextualización”, utilizando viejas recetas, argumento perfecto para
desplegar nuevamente nuestras banderas antiimperialistas.
Desvencijado, pero no muerto, el imperialismo
norteamericano compite hoy con China y Rusia en desigualdad de condiciones,
debido a que a dichas potencias no les interesa imponer ministros, comandantes
militares y menos agentes y activistas anticomunistas, porque el mundo ha
cambiado. Lo que a chinos y rusos les interesa es hacer negocios, invertir para
ganar, sin meterse con las soberanías y las autodeterminaciones nacionales,
fórmula sencilla que evidencia cuan actualizada es la lectura del mundo de
unos, frente a la anacrónica política estadounidense porfiada en imponer
recetas que no encajarán más en los tiempos que corren. Por eso, seguimos
siendo antiimperialistas y en esa conviccion a quienes más debemos combatir es
a sus obedientes agentes locales.
Originalmente publicado en la columna Contragolpe de La Razón el 22 de abril
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