jueves, 11 de agosto de 2022

El movimiento de Kiro Russo

 

En otros tiempos se hubiera dicho que Elder Manani tiene la cara y el gesto de “un artillero de la Bueno Aires”, la interminable y populosa arteria de la ciudad en la que se cruzan la modernidad metropolitana y la ancestralidad aymara repleta de katus en la que sobreviven en el amontonamiento de talegos de papas y cebollas, esos condenados a cargar sobre sus espaldas desde tuberculos hasta muebles,  para descender, por ejemplo, la calle Los Andes, tosiendo y soportando humillaciones de las caseras que se burlan del aparapita siglo XXI y que se constituyen en comerciantes de orígenes étnicos parecidos pero ya con estatus de exitosas propietarias.

De su natal y minera Huanuni (“Viejo calavera”, 2016), Elder aparece tres años después incrustado a la mala en esa La Paz del estruendo marchista cada vez que los mineros se apoderan del luminoso centro de la ciudad.  Un par de explosiones de dinamita y una consigna  --“sangre de minero, semilla de guerrillero”—significan el apunte preciso y único para situar el contexto histórico político del que emerge este antihéroe proveniente de las entrañas de la mina y de los tugurios en los que aprende a alcoholizarse con puntualidad autodestructiva y a partir de este prolegómeno, Kiro Russo y su banda conformada por Pablo Paniagua en la fotografía y Miguel Llanque en la música, nos internan en un viaje tan infernal como alucinante hacia los recovecos de la ciudad pesadilla escondida detrás de la mentira político propagandística que la estereotipa con frivolidad turística como ciudad maravilla.

Elder había perdido a su padre en Huanuni y se dedica a chupar como descosido. Con un salto hacía la ciudad prometedora que es en realidad un espejismo, llega junto a sus compañeros Gallo y Gato con demandas por trabajo y salario, para terminar estampillado en cualquier antro, zaguán,  o callejuela registrada con los inigualables adobes de Comanche que resplandecen hasta el enceguecimiento. Desde los sonidos iniciales en que la película es profundamente audio, se va abriendo firme y segura hacia una iconografía de la ciudad andina en la que se puede conjeturar por intuición cómo leía sus poemas Jaime Sáenz masticando las palabras con los dientes amarillentos y el acento metálico, todo ello pronunciado por ese anciano y barbado curandero que dialoga con la naturaleza y que se autoidentifica como salvador de cuerpos y almas, paralelamente interceptado por un médico estudiado en universidad que rechaza las creencias y los rituales, y que dice que dolencias como las de Elder se curan a partir del diagnóstico científico.

“El gran movimiento” alude, sin proponerselo, a las dos expresiones político partidarias más importantes y determinantes de nuesta historia contemporánea, pero en esta nueva audacia de Russo, esto es solamente telón de fondo, porque sus decisiones creativas vuelven a pasar por la relación de la existencia en crisis de un personaje con el entorno que queda confundido en callejones clandestinizados en los que hay que inventar in extremis momentos para danzar entre luces de discoteca ochentera, sillas y mesas de lata o entre chiwiñas nocturnas cuando el mercado ya ha dejado de atender, y las cholas vendedoras se transforman en bailarinas HipHoperas con esos movimientos rítmicos liberadores que prescinden del folklore dominante y millonario.

En un momento clave, del protagonista convaleciente emerge una luz blanca y circular que podría leerse como un mensaje de “te vas a morír Elder” y que termina arremolinada con un plano de los trencitos subterráneos que transportan el mineral, condensación visual del sacrificio colectivo y el resquebrajamiento personalísimo, toda una lección de síntesis visual-audio para comprender el ajayu de la narración.

Entre el trabajo insalubre y el desenfreno del bebedor consuetudinario, el camino hacia el deterioro físico y hacia el coqueteo con la muerte se hace prematuro en este Elder como en tantos de sus compañeros y amigos, que aparece postrado con el torso desnudo cual si fuera un Cristo yacente que evoca pinturas y esculturas barrocas de la edad media, composición con las que queda constatada la riqueza de una historia que se ramifica en significaciones y simbolismos.

La película incomoda y aprisiona. Desafía a salir del apoltronamiento citadino plano y aburrido, para sumergirnos en una atmósfera tan ajena a la vida normal del  centro urbano, situada de espaldas a las periferies del tedio, el desempleo y el consumo de alcohol con militancia existencialista. No hay más nada que transcurrir, porque si algo hacen los personajes que van junto a Elder o detrás de él, es transcurrir comentando lo que les va pasando en el día a día, en climas que van desde el frío y descriptivo documental hasta la más riesgosa alusión onírica de una ciudad lúgubre, visualizada por una cámara capaz de poner en entredicho la indiferencia y la monotonía con la que sabe vivir el espectador desprevenido.




Originalmente publicado el 26 de marzo en Contragolpe de La Razón

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