En otros tiempos
se hubiera dicho que Elder Manani tiene la cara y el gesto de “un artillero de
la Bueno Aires”, la interminable y populosa arteria de la ciudad en la que se
cruzan la modernidad metropolitana y la ancestralidad aymara repleta de katus en la que sobreviven en el
amontonamiento de talegos de papas y cebollas, esos condenados a cargar sobre
sus espaldas desde tuberculos hasta muebles, para descender, por ejemplo, la calle Los
Andes, tosiendo y soportando humillaciones de las caseras que se burlan del aparapita siglo XXI y que se constituyen
en comerciantes de orígenes étnicos parecidos pero ya con estatus de exitosas propietarias.
De su natal y
minera Huanuni (“Viejo calavera”, 2016), Elder aparece tres años después
incrustado a la mala en esa La Paz del estruendo marchista cada vez que los mineros
se apoderan del luminoso centro de la ciudad.
Un par de explosiones de dinamita y una consigna --“sangre de minero, semilla de guerrillero”—significan
el apunte preciso y único para situar el contexto histórico político del que
emerge este antihéroe proveniente de las entrañas de la mina y de los tugurios
en los que aprende a alcoholizarse con puntualidad autodestructiva y a partir
de este prolegómeno, Kiro Russo y su banda conformada por Pablo Paniagua en la
fotografía y Miguel Llanque en la música, nos internan en un viaje tan infernal
como alucinante hacia los recovecos de la ciudad pesadilla escondida detrás de
la mentira político propagandística que la estereotipa con frivolidad turística
como ciudad maravilla.
Elder había
perdido a su padre en Huanuni y se dedica a chupar como descosido. Con un salto
hacía la ciudad prometedora que es en realidad un espejismo, llega junto a sus
compañeros Gallo y Gato con demandas por trabajo y salario, para terminar estampillado
en cualquier antro, zaguán, o callejuela
registrada con los inigualables adobes de Comanche que resplandecen hasta el
enceguecimiento. Desde los sonidos iniciales en que la película es
profundamente audio, se va abriendo firme y segura hacia una iconografía de la
ciudad andina en la que se puede conjeturar por intuición cómo leía sus poemas
Jaime Sáenz masticando las palabras con los dientes amarillentos y el acento
metálico, todo ello pronunciado por ese anciano y barbado curandero que dialoga
con la naturaleza y que se autoidentifica como salvador de cuerpos y almas,
paralelamente interceptado por un médico estudiado en universidad que rechaza
las creencias y los rituales, y que dice que dolencias como las de Elder se
curan a partir del diagnóstico científico.
“El gran
movimiento” alude, sin proponerselo, a las dos expresiones político partidarias
más importantes y determinantes de nuesta historia contemporánea, pero en esta
nueva audacia de Russo, esto es solamente telón de fondo, porque sus decisiones
creativas vuelven a pasar por la relación de la existencia en crisis de un
personaje con el entorno que queda confundido en callejones clandestinizados en
los que hay que inventar in extremis momentos
para danzar entre luces de discoteca ochentera, sillas y mesas de lata o entre
chiwiñas nocturnas cuando el mercado ya ha dejado de atender, y las cholas
vendedoras se transforman en bailarinas HipHoperas con esos movimientos
rítmicos liberadores que prescinden del folklore dominante y millonario.
En un momento
clave, del protagonista convaleciente emerge una luz blanca y circular que
podría leerse como un mensaje de “te vas a morír Elder” y que termina
arremolinada con un plano de los trencitos subterráneos que transportan el
mineral, condensación visual del sacrificio colectivo y el resquebrajamiento personalísimo,
toda una lección de síntesis visual-audio para comprender el ajayu de la narración.
Entre el trabajo
insalubre y el desenfreno del bebedor consuetudinario, el camino hacia el
deterioro físico y hacia el coqueteo con la muerte se hace prematuro en este
Elder como en tantos de sus compañeros y amigos, que aparece postrado con el
torso desnudo cual si fuera un Cristo yacente que evoca pinturas y esculturas
barrocas de la edad media, composición con las que queda constatada la riqueza de
una historia que se ramifica en significaciones y simbolismos.
La película
incomoda y aprisiona. Desafía a salir del apoltronamiento citadino plano y
aburrido, para sumergirnos en una atmósfera tan ajena a la vida normal del centro urbano, situada de espaldas a las
periferies del tedio, el desempleo y el consumo de alcohol con militancia
existencialista. No hay más nada que transcurrir, porque si algo hacen los
personajes que van junto a Elder o detrás de él, es transcurrir comentando lo
que les va pasando en el día a día, en climas que van desde el frío y
descriptivo documental hasta la más riesgosa alusión onírica de una ciudad
lúgubre, visualizada por una cámara capaz de poner en entredicho la
indiferencia y la monotonía con la que sabe vivir el espectador desprevenido.
Originalmente publicado el 26 de marzo en Contragolpe de La Razón
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