miércoles, 4 de agosto de 2021

De regreso a la tribu

 

Messi conecta por videollamada con su familia, se dirige a Ciro, su hijo menor, y le muestra eufórico la medalla que acaba de recibir por la obtención de la Copa América 2021. “Ciro mirá!” le dice como si fuera su hermano mayor, ese que acaba de hacer los deberes de la escuela, fue obediente con papá y mamá, ayudó en los quehaceres domésticos, fue de compras a la verdulería, hizo las tareas asignadas como chico querendón de su familia y obtuvo como premio el permiso para ir a patear pelota en la cancha del barrio.

Atravesado el planeta por la desgracia a la que nos ha conducido el corona virus, las imágenes de la celeberación celeste y blanca por el épico triunfo frente a la Canarinha no nos muestran a ganadores trepados al podio de la celebración cual si fueran rock stars.  Lejos están de las gesticulaciones de la altanería y la autosuficiencia. Lo que hacen es festejar como si se tratara de la primera tribu de la humanidad: Llantos, abrazos, besos, agradecimientos a los cielos con los brazos extendidos, todo eso dentro una rígida burbuja sujeta al protocolo anticontagios. Los hombres, las mujeres, los niños pueden volver a apretarse, a llorar de felicidad, a agradecer por todos los favores y bienes recibidos a quienes les ayudaron a hacerse personas.

En los paneles de la televisión argentina, las entrevistas son con las compañeras, novias o esposas, los hermanos, los padres, los tíos, y los abuelos de esa tribu futbolera que a través de la magia y la buena energía conjuncionó la gesta colectiva con la guía inspirada de un genio que termina siendo tan igual que ellos. Grita igual, putea igual, llora igual, celebra igual.  Es Messi, pero es tan de carne y hueso que se resbala en la puerta brasileña, lo que le impide la apoteosis total del que habría sido el segundo gol enviando a un descomunal diván psicoanalítico a todos los torcedores encabezados por el presidente más inhumano que haya tenido Brasil en su historia, Jair Bolsonaro, ese que representa a esa otra tribu, la de los intolerantes, los violentos, los exterminadores, los fascistas que odian a afros, indios, gays, lesbianas y chicas trans.

En el impecable césped del Maracaná hay millones de millones de dólares, pero eso vale nada en esos minutos de desborde emocional que nos  retornan a la primigenia idea del juego: Messi y Neymar se funden en un abrazo de hermanos, de panas, de cuates, de compañeros, de amigos, y luego se sientan a charlotear y reir junto a Leandro Paredes, compañero del 10 brasileño en el Paris Saint Germain. No recuerdo haber sido testigo de homenaje semejante al sentido profundo del fútbol porque transcurridos los 95 minutos reglamentarios, pasadas las tensiones de ese que es divertimento y combate al mismo tiempo, los protagonistas vuelven a su condición de sujetos de la cotidianidad donde la rivalidad queda extinguida por valores que deben siempre prevalecer y que pasan por la escucha y la comunicación.

La celebración es más emocionante que el partido. El riesgo era no sólo jugar contra la verde amarilla, sino también contra el árbitro, el VAR, algunos intereses de la Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol), factores terrenales contrapesados en la corte celestial desde donde Diego Maradona hacía fuerza para que Argentina volviera a ganar un torneo después de 28 años y Messi lo consiguiera por primera vez.

Desde su breve estatura, Messi levanta a su tocayo, al seleccionador Lionel Scaloni, con los brazos de un gladiador que nunca desistió de intentar hasta lograr un trofeo con la albiceleste. Sin grandes pergaminos, sin un marketing periodístico que lo ayudara a negociar más miles de dólares de los miles que ya le pagan, el entrenador junto a históricos de la generación Pekerman, que conforman su cuerpo técnico --Pablo Aimar, Walter Samuel, Claudio López—hizo del equipo nacional argentino esa tribu capaz de superar las camarillas y las roscas. Las personas se impusieron a las trayectorias, y así Messi, Di María, el Kun Agüero y Otamendi les pasaron las mejores ondas de sus grandes itinerarios a compañeros con un carisma y una vocación ganadora como Emiliano Martínez, ese cíclope del arco que le atajó tres penales a Colombia para meter a su equipo en la final, como Rodrigo De Paul que envió de viaje al esférico hacia los pies del “Fideo” como si se tratara de una interminable travesía entre Buenos Aires y Rio de Janeiro, para que éste colgara el balón a Ederson que tuvo que girar la cabeza para comprobar que la tenía adentro. 

Cuando la selección argentina devolvió a sus integrantes a sus familias, las imágenes eran las de personas que habían extrañado a sus compañeras, a sus hijos, a sus padres, a sus abuelos, a sus sobrinos, a sus tíos y a algunos amigos y conocidos del barrio. La deshumanización y el empobrecimiento espiritual al que nos ha llevado la pandemia, fueron superados durante un par de días contra esa abrumadora, absurda y mal llamada nueva normalidad, porque la única normalidad es la del sentido existencial que pasa por los afectos, los compromisos emocionales cotidianos con los que amanecemos para seguir en la lucha.

 



Contragolpe, columna publicada en La Razón el 31 de julio

 

 

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