A diferencia de muchísimas
versiones anteriores, ninguna película iba predestinada con superar récords que
aseguraran éxitos de taquilla. Las preseleccionadas, y los protagonistas de las
mismas en sus distintas especialidades, preanunciaban una repartición
equitativa y necesaria para dejar sentado porque en la nonagegisma gala de la
entrega del premio mayor de la industria cinematográfica más influyente --para
que el planeta se convirtiera en una aldea global-- fueron tan o más
significativas ciertas ausencias comenzando por ese monstruo depredador llamado
Harvey Weinstein, uno de esos fabricantes compulsivos de un star system en el que el primer
requisito era someterse a su incontrolable falocracia a cambio de un ok. en el casting para una próxima producción
candidata a generar nuevas consagraciones: Les metió mano a las que quiso, lo
mismo que las humilló y las presionó a ceder ante sus caprichos sexuales, para que
transcurridas varias décadas terminará
siendo descubierto y expulsado de la maquinaria de la que él mismo fue
entusiasta e implacable engrasador.
Muchas actrices (y actores) de
variadas trayectorias, y distintos grados de impacto masivo, comenzaron a
perder el miedo, a contar sus angustias y a continuación empezaron a quedar en
evidencia más y más nombres: Kevin Spacey, Woody Allen, Dustin Hoffman… que por
supuesto no habrían sido bien recibidos en la fiesta de premiación del domingo
4 de marzo, más todavía, cuando la ganadora del premio a mejor actriz
protagónica, --soberbia Frances McDormand en “Tres anuncios por un crimen”--, apenas recibió la estatuilla invitó
a sus compañeras de oficio –y de lucha—a ponerse de pie, comenzando por Meryl
Streep, para reclamar respeto e inclusión, en tanto las mujeres del cine no son
figuras ornamentales, sino parte constitutiva fundamental del imaginario que ha
sabido construír Hollywood a fuerza de millones de dólares, imagineria,
talento, oficio y por supuesto que de vícitmas de impunidad acosadora.
La protesta femenina y feminista
en la fiesta del Oscar número noventa, generó una infrecuente atmosfera
política premiando a una actriz que protagoniza una historia en la que la
democracia rojo-blanco-azul de barras y estrellas, de supuesta perfección del
sistema, queda en entredicho en un pueblito sureño atiborrado de policías
corruptos atormentados por su mala conciencia, racistas antiafro perfectamente
entrenados para no descubrir al autor de una violación y un crimen por temor a que
se trate de algún amigote que se toma cervezas en el bar con ellos mismos en
sus horas de asueto.
Pero si el machismo sustentado en
el poder, el peor, el más execrable de todos, quedaba triturado con estilo y
entre líneas por las grandes figuras femeninas que tuvieron a su cargo la distinción
de cada una de las categorías, desde Jane Fonda, pasando por Jodie Foster y
terminando en Salma Hayek, la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas empleó
a fondo su astucia para introducir un poderoso mensaje político contra la
administración Trump, premiando a Guillermo del Toro, mexicano inmigrante,
perfectamente incorporado en la industria cinematográfica norteamericana, ya
hace un par de décadas, que fue reconocido como mejor director de “La forma del agua” y que también se
llevó el premio a mejor película, a diseño de producción y mejor banda sonora.
A México no lo amenazamos con un muro, le entregamos dos Oscar, era el primer envío
dirigido a uno de sus realizadores más connotados del último tiempo, pero no
sólo eso porque “Coco” (Disney/Pixar) un colorido trabajo de animación, se
llevó los galardones a mejor largometraje en su categoría y a mejor canción
original, en la que se homenajea la riquísima visión cultural mexicana indígena
y mestiza acerca de la vida y la muerte, incursionando por primera vez en la
exploración de una identidad y una memoria, ajenas a la ombligomanía sajona que
ha tendido siempre a mirarnos a latinos y demás yerbas prescindibles
–asiáticos, árabes, africanos—con esa visión neocolonial despreciativa en la
que no tenemos otra historia, otros transcursos, que los marcados por
estereotipos humanos vinculados a la marginalidad del crimen, la delincuencia
común, el narcotráfico y por supuesto que el terrorismo.
Se trató de una premiación
distinta en la que las burbujas de champan y la glamorosa alfombra roja donde
se producen comparaciones de diseño para establecer cuál fue el escote
-anterior y posterior- más arriesgado de la noche, pasaron a un segundo plano.
Los Estados Unidos de Trump no son los que concibe Hollywood que para criticar
al patán que tienen por presidente, se ha esmerado en un acto de contrición reconociendo
la vergüenza y el daño inflingidos por especímenes atrapados en abyectas
pasiones encabezados por productores como el ya citado Weinstein.
Si esta es la democracia modélica
del mundo, venga el diablo y escoja para dejar debidamente inscritos pecados
propios (los de la industria cinematográfica) y pecados ajenos como los
cometidos por el mísmisimo sistema democrático embadurnado hoy por ese
hipernacionalismo que avergüenza a las grandes corporaciones, y que hoy día
vuelve a sentar sus reales en el modelo excluyente del WASP: White, Anglo-Saxon,
Protestant. O dicho en términos más brutales, supremacista y potencial
militante del Ku Klux Klan que persigue y trata de eliminar al diferente en
nombre de Dios.
Originalmente publicado el 06 de marzo en la sección de Opinión de la Agencia de Noticias Fides (ANF)
No hay comentarios:
Publicar un comentario