El día en que
algún investigador acucioso reveló que Ludwing Van Beethoven había nacido el 11
de diciembre de 1770 y no el 16 como hasta ese momento creíamos, sentí una
contrariedad que me llevó a decidir que, se diga lo que se diga, el genio oriundo
de Bonn, Alemania, nació el 16, fecha en la que llegué al mundo, y fecha en la
que también vió la luz Cayetano Llobet Tavalora, un activista del Partido
Socialista – 1, compañero cercano de Marcelo Quiroga Santa Cruz que con el
transcurrir de los años se convirtió en uno de los protagónicos portavoces
televisivos del neoliberalismo, y que tenía la deferencia de invitarme a sus
noticieros nocturnos en P.A.T. (principios del siglo XXI) para hablar de
fútbol. Aunque lo taché de converso –había pasado a la derecha con absoluta
convicción—nunca se molestó conmigo por haberle dicho tal cosa, expresando su
desacuerdo con la tranquilidad del hombre maduro, orgulloso de su amistad con
el embajador de los Estados Unidos, Manuel Rocha.
Las evocaciones
a Beethoven me dicen que se puede componer la música más hermosa del mundo,
imaginando y creando desde una sordera genial, sonidos y silencios que al final
de cuentas son una misma cosa, y también se podía sostener diálogo animado y
sincero con personas como el Tano Llobet (1939 – 2011) que quiso el destino que
su hija María y mi hijo Sebastián trabaran amistad bailando hip hop con
desparpajo y vocación acrobática hace seis – ocho años.
Mi hija Camila
tuvo la idea de llevarme al teatro en que María y Sebastian exhibieron alguna
vez sus habilidades danzísticas, justo en este último 16 de diciembre para ver
y escuchar los taconeos de Milena Tejada, una bailaora boliviana que reside en
Sevilla y llegó hasta La Paz, con un elenco (guitarrista, cantaora y cantaor),
para demostrar que se puede ir de los
Andes hasta Sevilla y conquistar el potente embrujo del flamenco (Camarón de la
Isla, Paco de Lucía, Sara Varas, Cristina Hoyos, Antonio Gades, Joaquín
Cortéz).
Cuando llegamos
al teatro Nuna, lo presentía, me sentí incómodo ante ciertas presencias de gente
con la que hace más de dos décadas no tenía contacto. Algunas de ellas,
pertenecientes al jailonerío paceño, otras al mundo empresarial tradicional, y
lamentablemente casi todas, mujeres y varones de canas entre opacas, mal
teñidas y algunas más platinadas y brillantes que por supuesto no compiten con
las mías, habían sido convocadas en modo pitita, horrible palabra que se debe a
un bautizo involuntario a cargo de Evo Morales que se quiso burlar de una
capacidad bloqueadora fashion y que le significó el tiro por la culata: Los
pititas fueron determinantes para que el golpe de Estado que le asestaron en
noviembre de 2019 tuviera éxito.
En la antesala
en la que aguardábamos el inicio del espectáculo, una gerente legal de banco me
volcó la cara con gesto indigesto, se diría que casi con altivo despecho, aunque nunca fueramos
más que amigos de encuentros esporádicos. Vi lateralmente al dueño de una
fábrica de chocolates con un llamativo audífono que tiene un hijo diputado que
se la pasa persiguiendo e insultando a sus adversarios masistas. También
apareció un reaccionario de armario que ha escrito puntualmente una apreciable
cantidad de sandeces en forma de columna dominical con las ínfulas de las que
se nutre el diletante culto. Por ese pasillo también pasó un burócrata de la Fundación
Cultural del Banco Central del gobierno de Jeanine, y una pedagoga más o menos
histérica que le chocó el auto a mi hijo mayor por estacionar indebidamente y a
mí me llenó de insultos en una agencia de banco tratándome de “masista
delincuente”, pero a gritos: no olvido que su hermana melliza me ayudó una vez
en plena avenida 6 de agosto a incorporarme luego de ser levemente atropellado
por un taxista ansioso.
Cuando estuve
sentado en mi butaca, la última de la fila más alta de la gradería situada a la
izquierda, pude constatar, con un solo golpe de vista, como en estas últimas
dos décadas Bolivia había cambiado. Que el hijo y la hija del abogado que
redactó el decreto 21060 sentados una fila debajo de la mía, habían estado tan
sesentones como yo, y que lo último que me pasó con esta señora es que me
insultó --con similar odio al expresado por la pedagoga--, y su jovencito hijo
me amenazó en la puerta de un edificio de apartamentos de Achumani.
En medio dell
brillo artificial pitita, hubo alguien que se portó con la sobriedad de
siempre: Florencia Ballivián, esposa de Salvador y madre de Salvador (Romero),
historiadora y creo que alguna vez directora del Archivo de La Paz. Y por
supuesto que en ese territorio socio- cultural casi alienígena tenía que romper
paisaje tan gris otra respetable historiadora, Magdalena Cajías, quién fue
ministra de Educación y Cónsul General en Chile.
Cuando el show
terminó, Camila, siempre tan cuidadosa y considerada conmigo me dijo: “Pa, la
próxima vez pensaré mejor tu regalo de cumpleaños”, lo que me provocó una sonora
carcajada.
Originalmente publicado en la columna Contragolpe de La Razón el 30 de diciembre.
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