sábado, 24 de febrero de 2024

El anverso del horror

 

Ha sucedido en distintas latitudes que varios creadores audiovisuales fueron advertidos a través de preguntas formuladas por la crítica especializada acerca de ciertas consecuencias perceptivas que no  habían considerado a la hora de escribir con la cámara. Me visita la sensación de que el director británico Jonathan Glazer todavía no sabe del tamaño de la incidencia de su película, la más lúcida y esclarecedora acerca del holocausto (La zona de interés, 2023) que hayamos podido visionar por lo menos en medio siglo y que ya se ha llevado los premios mayores en el Reino Unido (Bafta) y en Francia (Cannes).

Alguna vez, algún cineasta consagrado comentó que algo que un crítico le estaba preguntando y que había advertido en alguna de sus grandes obras, no lo había considerado, pero ya que lo mencionaba, efectivamente se podía leer de la manera en que el entrevistador se lo señalaba. Algo parecido tiene que suceder con Glazer en tanto su película multipremiada, inspirada en la novela del recientemente fallecido escritor, también inglés, Martin Amis (“su escritura es un triunfo de la inteligencia” dice el periodista Eduardo Lago), es una portentosa explicación acerca de la estructura mental del poderoso que ha alcanzado el macabro privilegio de decidir quién vive y quién debe morír, quién sobrevive y quién debe ser incinerado, a quién se somete –por más judía que sea la joven de turno—si lo que va a ocurrir es vaciar la necesidad fálica propia del mandato patriarcal: El racismo exterminador es lo de menos si lo que viene es el entretenimiento de cualquier macho depredador y para insinuar tal situación, Glazer sitúa al Comandante del campo de concentración de Auschwitz reclinado en su escritorio de ejecutivo de la muerte con las botas debidamente relucientes, mientras la chica en cuestión aparece en una silla con una falda larga, abriendo discretamente las piernas como abandonandosé descalza: la ley de cierre según la psicología de la Gestalt decide en cada cabeza de espectador cómo pudo haber evolucionado y culminado el momento sin necesidad de mostrar, exhibiendo sin exhibir.

Dicho esto, la crítica que apunta a destacar el fuera de campo o fuera de encuadre de “La zona de interés”, está diciendo que los ruídos de lo que sucede del otro lado de la confortable residencia del Comandante con algunas referencias fugaces de judíos que ayudan en las tareas domésticas de la casita perfecta habitada por su preciosa familia,   le dan sentido al discurso cinematográfico, cuando la auténtica y más profunda connotación reside en lo que muestra para develar todo un perfil humano caracterizado  por la más absoluta normalidad, la más encantadora de las cotidianidades, el más amoroso de los comportamientos con el jefe de familia leyéndoles a sus rubias niñas, cuentos cual si fueran canciones de cuna para que duerman placidamente y que son expuestos con imágenes en negativo como en la fotografía analógica, en las que se conservaban los registros en caso de necesitarse nuevas reproducciones en papel.

“La zona de interés” es en primer lugar lo que muestra, no lo que sugiere con los sonidos en off y si se lee así, estamos ante una normalidad que arropa a los psicópatas como palomas inofensivas en tanto consideran que su transcurrir por la vida les exige obligaciones funcionarias por las que no hay que alarmarse, y de ninguna manera sentir remordimiento si de lo que se trata es de limpiar el mundo de la escoria, de la bestialidad racial mal nacida, de la desventaja física, o las inventadas imperfecciones mentales del otro. Por ello los planos que en grandes tramos sugieren álbums fotográficos con cámara estática, nos dejan unas postales de esa gente que a la hora de la reunión ejecutiva están decidiendo el mejoramiento de la tecnología para la incineración y la cremación como si se tratara de la planimetría del  próxima condominio exclusivo para millonarios.

El horror no estará, por tanto, en los escombros de los exterminados que podríamos imaginar o haber visto en tantísimas películas, sino en la pulcra conducta familiar en que la señora de la casa recibe a la abuela de sus hijos y le va explicando cómo su jardín precioso y cuidado hasta el mínimo detalle es una pequeña huerta trabajada con amor, sin que se le mueva un pelo acerca de la barda color cemento que separa el verdor del campo aquél  del otro lado en el que para ella nunca pasa nada, salvo la estabilidad laboral de su señor esposo que por nada del mundo debiera ser transferido a otra misión porque es allí donde se ha construido la felicidad.

El comportamiento de los personajes de Amis-Glazer explica por qué nunca escucharemos un acto de contrición de estos fascistas felices conmovidos por la ternura de la tradición, la propiedad y  la familia donde la palabra perdón no cabe, simple y llanamente porque sienten que no hay motivo alguno por el cual arrepentirse. Se trata del lado A del horror, la cara de una normalidad en la que la eliminación del otro no es otra cosa que un asunto de eficiencia militar y gerencial.



Originalmente publicado en la columna Contragolpe de La Razón el 24 de febrero

 

 

 

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