El domingo 3 de
mayo, día en que debían realizarse elecciones nacionales, pospuetas debido a
esta pandemia que nos tiene a maltraer, las Fuerzas Armadas de nuestro Estado
Plurinacional decidieron que sus bandas musicales salieran de frente con compás mar
por calles y plazas de las ciudades, con la orden de “levantar el ánimo a la
población en el combate contra el coronavirus”. Ese mismo día, por la noche, un
noticiero televisivo difundió una breve entrevista con un oficial que explicaba
que “la música levanta la moral e infunde patriotismo en la ciudadanía” y que
ese fue el motivo para que se decidiera tan cívica y patriótica acción.
La escena era
entre surreal y pintoresca debido a que los trompetistas y trombonistas de las
bandas marchaban impedidos de usar barbijos, en tanto la protección es
incompatible con soplar los instrumentos que hacían sonar “Viva Santa Cruz” o
“Viva mi patria Bolivia”. Los tamboreros, en cambio, sÍ llevaban los
protectores tal como lo ordena el protocolo dictado por la desportillada
Organización Mundial de la Salud (OMS), lo que significa que hay más
probabilidades de que los vientistas de la banda puedan contraer la enfermedad,
mientras los percusionistas, bien provistos, además, de guantes quirúrgicos de
látex, seguramente sintieron que el paso de parada no resultaba una gran
amenaza para sus integridades físicas.
Unos marchaban
con barbijo, los otros no, pero todos irrespetaban de manera estruendosa, como
la música que interpretaban, la denominada distancia social, debido a que el
codo a codo entre camaradas ataviados de uniformes y cascos de camuflaje es
inevitable en incursiones callejeras marciales como esta. Las banderas rojo,
amarillo y verde ondeaban y los aplausos desde ventanales y balcones se dejaban
sentir, como testimonio de gratitud de los espectadores, emocionados con el
espectáculo militar musical, que reconocían la valentía de los uniformados que
por imbuír de espíritu a los confinados, fueron capaces de salir a riesgo de
terminar contagiados, en terapia intensiva y en algún caso, coqueteando con la
muerte.
Los grandes
músicos populares del planeta, los que consagran sus vidas a componer, tocar y
cantar a diario, han venido programando tareas sin tufo nacionalista y con
sonido universal, desde las salas y estudios de grabación de sus casas, desde
la pulcritud y la sobriedad de acatar las cuarentenas que rigen en sus ciudades y países, haciendo uso
de la tecnología para armar propuestas interconectadas por Whatsapp, Zoom o
Jitsi Meet. Que hasta ahora sepamos, a ninguna banda rockera o jazzera se le
ocurrió romper el confinamiento en el afán de salir a combatir estados de ánimo
y de salud que se extienden desde la resignación hasta el miedo, pasando por la
depresión, la histeria, la paranoia y la somnolencia.
Los de mi
generación, los que tuvimos infancia-adolescencia bajo regímenes dictatoriales
militares, no experimentamos la vibración que mujeres y hombres de nuevas
generaciones supieron expresar este último domingo, sencillamente porque las
bandas de oficiales y soldados del Ejército nos recuerdan a las cadenas
informativas obligatorias instruídas por el dictador García Meza que se
transmitían desde radio Illimani, “la emisora del Estado”.
Combatir el
coronavirus con Biblia, plegarias, vigilancias militar y policial en primer
lugar, y con la ciencia y la infraestructura médicas por detrás, me recordó que
las ciudadanas y los ciudadanos de nuestro país tenemos la necesidad de contar
con un gobierno elegido en las urnas, para que las fases de mediano y largo
plazo de lucha contra esta compleja pandemia puedan producirse en el marco de
la orientación y concientización en lugar de la vigilancia y el ultimátum. La
legitimidad es uno de los bienes más preciados para la salud democrática de un
país.
Originalmente publicado en el diario La Razón el 07 de mayo de 2020
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