La mañana del 21 de octubre de
2019 se sabía que el gobierno de los Estados Unidos y la Organización de
Estados Americanos (OEA) ya tenían cuadrada la salida de Evo Morales del poder
luego de catorce años de haberlo sufrido y soportado hasta el extremo de la
expulsión del embajador Philip Goldberg en 2008. En aquella oportunidad, el
gobierno boliviano había acusado a la Embajada norteamericana de financiar a
los gobernadores de los departamentos opositores al Movimiento al Socialismo
(MAS), al que luego no podrían desestabilizar por más de una década hasta el
extremo de una segunda reelección en 2014. Esta nueva victoria electoral ya
había desquiciado a enemigos internos y operadores externos, afanados de que el
“castro chavismo” cayera de una buena vez en las preferencias electorales de
nuestros países.
El Secretario para Asuntos
Hemisféricos de Occidente, Michael Kozak, hacía dúo con el Secretario General
de la OEA, Luis Almagro, para propagar que en los comicios del 20 de octubre,
se había producido un fraude electoral, precipitada y calculadamente advertido
por la misión de observadores del organismo interamericano, y amplificado por
el principal candidato opositor, Carlos Mesa, que animaba a los votantes a
acudir a los tribunales departamentales electorales para defender su voto. Esta
fue la acusación que desembocó en vandalismo e incendios que se transformaron
en un paro indefinido propiciado por el Comité Cívico Pro Santa Cruz,
encabezado por el disciplinado operador Luis Fernando Camacho, quien a través
de un video publicado el viernes 27 de diciembre, explicó la manera en que se
operó la coordinación con militares y policías para “evitar” una represión que
no tuviera un desenlace desgraciado. De todas maneras, el recuento de los daños
informa 31 muertos, de los cuales se habla menos que de los 69 producidos en
2003, con la decisiva participación de Carlos Sánchez Berzaín, ministro de
Defensa de Gonzalo Sánchez de Lozada en la llamada “Guerra del Gas” el hito en
que la noche neoliberal llegó a su fin en Bolivia.
Evo tenía que irse sí o sí, y a
45 días de su caída resultaría ocioso persistir en la lloradera sobre la leche
derramada abundando en detalles sobre el golpe de Estado al clásico estilo de
uniformados pidiendo la renuncia de su Capitán General antes de que fenezca
reglamentariamente su mandato. Evo fue defenestrado porque las clases medias
tradicionales de las ciudades bolivianas compraron la narrativa del fraude como
se adquiere en un mercado de pulgas un libro usado de autoayuda, porque sintieron
que era la segunda vez que les tocaban el voto, como ya había sucedido el 21 de
febrero de 2016 cuando en un referéndum gestado por el propio gobierno, el No a
una tercera repostulación se impuso 51 contra 49. A partir de entonces, el
entorno más cercano y complaciente al líder cocalero se afánó en encontrar la
piedra filosofal constitucional que de todas maneras lo habilitara, tal como
sucedió efectivamente el 28 de noviembre de 2017 en que se disponía que, de
acuerdo al Pacto de San José, Evo podía volver a ser candidato haciendo uso de
un inalienable derecho humano.
Evo no imitó las lecciones de sus
amigos del vecindario: Lula tenía a Dilma, Néstor a Cristina, Mujica aguardaba
tranquilamente el regreso de Tabaré Vásquez, Correa se jugó por el que luego lo
traicionaría, Lenín Moreno, y hasta Hugo Chávez se había pronunciado por un
sucesor. Evo no. Evo tenía a Evo y los lambiscones de siempre, los encaramados
en la ola del exitismo y engañoso triunfalismo, asintieron que no había figura
posible, masculina o femenina, capaz de encarnar el proceso histórico que
lideraba con bolivianas y bolivianos que hasta su llegada al poder no estaban
incorporados a la vida ciudadana. Hasta aquí habíamos comprendido que el sujeto
histórico boliviano era el corporizado por las organizaciones sociales
bolivianas de indígenas, campesinos y trabajadores urbanos, pero desde el
momento en que prevaleció la lógica de líder carismático irremplazable, los
anticuerpos contra Evo fueron centuplicándose hasta extremos obsesivos en los
que algunos fracasados conversos de la izquierda boliviana de los 70,
terminaron haciendo coro con los más conspicuos representantes de la derecha
cavernaria y del neoliberalismo que dominó el país entre 1985 y 2005.
Las tres semanas de paro
indefinido, bloqueos callejeros, alteración del orden público, acoso y quemas
de viviendas de personajes públicos de uno y otro bando, motines policiales
escalonados en las ciudades y la final intervención de las Fuerzas Armadas
pidiendo la renuncia del presidente pueden leerse como un plan desestabilizador
exitoso facilitado por los groseros errores cometidos por el hasta ese momento
poder hegemónico ejercido con la mayoría parlamentaria de dos tercios de votos
con los que el MAS fue una aplanadora que doblegó opositores ligados más al
pasado político boliviano, que a un proyecto alternativo de futuro. La lección
es inequívoca y didáctica: si el imperio es tan poderoso, repleto de recursos
estratégicos y materiales, no le entregues la cartografía de la recuperación del
control de un país revoltoso a cargo de su Embajada, otra vez reinando en las
decisiones internas que toma un gobierno de transición que debería
circunscribirse casi exclusivamente a convocar nuevas elecciones presidenciales
para reestablecer plenamente el orden constitucional.
Bolivia, con una envidiable y
persistente estabilidad económica desde 2006, ha ingresado en una atípica
crisis, no dictaminada esta vez por indicadores económicos, sino por la puesta
en entredicho de los valores democráticos y las libertades ciudadanas. El
gobierno presidido por Jeanine Áñez, perteneciente al Movimiento Demócrata
Social (MDS) que con su candidato Oscar Ortíz obtuvo apenas un cuatro por
ciento de los votos, es el que se ha encargado de invertir los roles de la noche
a la mañana, practicando lo que ellos llamaron persecución política a cargo de
jueces y fiscales que buscaban congraciarse con el poderoso aparato de poder
construido por el Movimiento al Socialismo (MAS). Esta situación llego a un
riesgoso extremo, como el de ingresar en el terreno de los incidentes
diplomáticos con la embajada de México, país que históricamente ha hecho del
refugio político un ejemplo planetario de la salvaguarda de los derechos
humanos.
Evo y el MAS han cometido
gravísimas equivocaciones que la historia se encargará de explicar con la
serenidad que permite el transcurso del tiempo: no es justo para un país que un
tribunal electoral detenga un recuento preliminar de votos por más que éste no
se encuentre en la normativa que determina los resultados finales. Es una
chambonada con la que comenzó la caída de un presidente que, sin duda alguna,
ha cambiado las matrices del funcionamiento del Estado en que el concepto de
equidad se aplicó en la vida diaria de los bolivianos como nunca había sucedido
en su desangrado derrotero de país saqueado y despojado de sus riquezas
naturales. Esas que tanta codicia desatan en el capital transnacional.
Originalmente publicado el 28 de diciembre de 2019 en Debates indígenas
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