Ha sucedido en
distintas latitudes que varios creadores audiovisuales fueron advertidos a
través de preguntas formuladas por la crítica especializada acerca de ciertas
consecuencias perceptivas que no habían
considerado a la hora de escribir con la cámara. Me visita la sensación de que
el director británico Jonathan Glazer todavía no sabe del tamaño de la
incidencia de su película, la más lúcida y esclarecedora acerca del holocausto
(La zona de interés, 2023) que hayamos podido visionar por lo menos en medio
siglo y que ya se ha llevado los premios mayores en el Reino Unido (Bafta) y en
Francia (Cannes).
Alguna vez,
algún cineasta consagrado comentó que algo que un crítico le estaba preguntando
y que había advertido en alguna de sus grandes obras, no lo había considerado,
pero ya que lo mencionaba, efectivamente se podía leer de la manera en que el
entrevistador se lo señalaba. Algo parecido tiene que suceder con Glazer en
tanto su película multipremiada, inspirada en la novela del recientemente
fallecido escritor, también inglés, Martin Amis (“su escritura es un triunfo de
la inteligencia” dice el periodista Eduardo Lago), es una portentosa
explicación acerca de la estructura mental del poderoso que ha alcanzado el
macabro privilegio de decidir quién vive y quién debe morír, quién sobrevive y
quién debe ser incinerado, a quién se somete –por más judía que sea la joven de
turno—si lo que va a ocurrir es vaciar la necesidad fálica propia del mandato patriarcal:
El racismo exterminador es lo de menos si lo que viene es el entretenimiento de
cualquier macho depredador y para insinuar tal situación, Glazer sitúa al
Comandante del campo de concentración de Auschwitz reclinado en su escritorio
de ejecutivo de la muerte con las botas debidamente relucientes, mientras la
chica en cuestión aparece en una silla con una falda larga, abriendo
discretamente las piernas como abandonandosé descalza: la ley de cierre según
la psicología de la Gestalt decide en cada cabeza de espectador cómo pudo haber
evolucionado y culminado el momento sin necesidad de mostrar, exhibiendo sin
exhibir.
Dicho esto, la
crítica que apunta a destacar el fuera de campo o fuera de encuadre de “La zona
de interés”, está diciendo que los ruídos de lo que sucede del otro lado de la confortable
residencia del Comandante con algunas referencias fugaces de judíos que ayudan
en las tareas domésticas de la casita perfecta habitada por su preciosa
familia, le dan sentido al discurso cinematográfico,
cuando la auténtica y más profunda connotación reside en lo que muestra para
develar todo un perfil humano caracterizado
por la más absoluta normalidad, la más encantadora de las
cotidianidades, el más amoroso de los comportamientos con el jefe de familia
leyéndoles a sus rubias niñas, cuentos cual si fueran canciones de cuna para
que duerman placidamente y que son expuestos con imágenes en negativo como en
la fotografía analógica, en las que se conservaban los registros en caso de necesitarse
nuevas reproducciones en papel.
“La zona de
interés” es en primer lugar lo que muestra, no lo que sugiere con los sonidos
en off y si se lee así, estamos ante una normalidad que arropa a los psicópatas
como palomas inofensivas en tanto consideran que su transcurrir por la vida les
exige obligaciones funcionarias por las que no hay que alarmarse, y de ninguna
manera sentir remordimiento si de lo que se trata es de limpiar el mundo de la
escoria, de la bestialidad racial mal nacida, de la desventaja física, o las inventadas
imperfecciones mentales del otro. Por ello los planos que en grandes tramos
sugieren álbums fotográficos con cámara estática, nos dejan unas postales de
esa gente que a la hora de la reunión ejecutiva están decidiendo el
mejoramiento de la tecnología para la incineración y la cremación como si se
tratara de la planimetría del próxima
condominio exclusivo para millonarios.
El horror no estará,
por tanto, en los escombros de los exterminados que podríamos imaginar o haber
visto en tantísimas películas, sino en la pulcra conducta familiar en que la
señora de la casa recibe a la abuela de sus hijos y le va explicando cómo su
jardín precioso y cuidado hasta el mínimo detalle es una pequeña huerta
trabajada con amor, sin que se le mueva un pelo acerca de la barda color
cemento que separa el verdor del campo aquél del otro lado en el que para ella nunca pasa
nada, salvo la estabilidad laboral de su señor esposo que por nada del mundo
debiera ser transferido a otra misión porque es allí donde se ha construido la
felicidad.
El
comportamiento de los personajes de Amis-Glazer explica por qué nunca
escucharemos un acto de contrición de estos fascistas felices conmovidos por la
ternura de la tradición, la propiedad y
la familia donde la palabra perdón no cabe, simple y llanamente porque
sienten que no hay motivo alguno por el cual arrepentirse. Se trata del lado A del
horror, la cara de una normalidad en la que la eliminación del otro no es otra
cosa que un asunto de eficiencia militar y gerencial.
Originalmente publicado en la columna Contragolpe de La Razón el 24 de febrero