Cuando se apagan
las luces del teatro Solís de Montevideo, un reflector apunta hacia la puerta
de ingreso: Comienza a caminar lentamente hacia el escenario como si flotara
entre nosotros, espectadores, Soledad Dolores Solari, una mujer con apariencia
de solterona amargada, con los cabellos lacios y planchados, con una carterita
ridícula colgandolé en la muñeca derecha. Todos mudos e hipnotizados, miramos
el trayecto de esta que en realidad es una maestra de escuela que vive sin la
compañía de nadie y tiene la capacidad de vomitar todos los prejuicios y fobias
con las que ha construido una personalidad feroz y prejuiciosa cargada de
malicia y lucidez. Detrás de Soledad, debajo, encima o de costado, hay un actor
dueño de un estilo huracanado y desopilante que se llama Antonio Gasalla y que
a los 84 años acaba de dejar este perro mundo, después de un padecimiento de
demencia senil que lo condujo por el laberinto de la desmemoria que se
manifestaba en actitudes como las de mandar a la concha de su madre a los
noteros de los programas televisivos del espectáculo bonaerense que lo
abordaban en las inmediaciones de su apartamento.
Habitante de
personajes femeninos en el teatro, la televisión y el cine, Gasalla supo
desatar risas y carcajadas, producto de interpretaciones con personajes
femeninos por el mismo creados, que quedarán por siempre registrados en el
imaginario colectivo porteño, en esa mágica ciudad que resulta más difícilmente
comprensible si no se conoce algo de sus actrices, actores, escritores, músicos,
boxeadores y cracks del fútbol.
Ya en el
escenario ante una sala abarrotada de público, Soledad Dolores Solari, nombre
nada casual de su personaje, comienza a hablar mientras plancha la ropa,
exponiendo su pensamiento en voz alta acerca de todo lo que pasa por fuera de
ese hábitat que solo es capaz de compartir consigo misma. Su timbrada voz no
necesita micrófonos, sus ojos bien abiertos son de una expresividad que pasa de
la reflexividad a la ira, de la escandalización a la sentencia moral.
Gasalla pudo ser
una mujer afeada por sus frustraciones, otra mujer felliniana (Barbara Don´t
Worry, presentadora de televisión), profesora de educación sexual (la maestra
Noelia) y la Abuela que se sienta en el living de Susana Jiménez para enrostrarle
las barbaridades que todos piensan, pensamos, y que la mayoría reprimida por
los manuales de urbanidad y buenos modales no se atrevería a decir. Durante
varias temporadas, la viejita llena de achaques y la cabeza intacta no se
guarda nada y le profiere a la histórica rubia de la televisión argentina todo
lo que se le canta: el tamaño de las tetas, los galanes con los que se habría,
o no podido acostar y los hombres que como instintivos machos van detrás de las
mujeres provistos de malas intenciones. Como todos sus personajes, la
Abuela-Gasalla lo dice todo sin filtros, siempre atraviada de vestuarios
femeninos, y maquillajes que destacan su feminidad, su mal gusto o su
decrepitud.
Es tan
incontenible la influencia de Gasalla, que en la actualidad se presentan en el
teatro nuevas versiones de “Esperando la carroza” (1985), película de Alejandro
Doria que a través de una comedia excesiva, retrata a la “famiglia” porteña de
clase media que tiene a Mamá Cora –la primera abuela de todas sus personajes—en
el centro del desmadre y la confusión, propia de esa cultura de conventillo en
la que los comportamientos ruìnes son el resultado de pugnas e intrigas
familiares. Hoy día, Martín “Campi” Campilongo es la Mamá Cora del teatro, o
sea, el intérprete del mismísimo Gasalla que inmortalizó al personaje que
mantiene vigencia durante cuatro décadas y que recupera actualidad en el teatro
Broadway de Buenos Aires. Así de indeleble será la marca de un estilo, la de un
teatro útil para estudiantes de sociología que a través de las ficciones y los
delirantes personajes puestos en escena por Gasalla, se puede conocer con
nitidez cómo es esa clase media, heredera de las taras europeas, sobre todo
italianas y españolas.
Antonio Gasalla
será recordado por su talento para ser varias mujeres en los escenarios y en el
último tiempo por la obra teatral “Más respeto que soy tu madre” en la que el
capocómico se mete en la piel de Mirta Bertotti, una ama de casa que combate
domesticamente con su marido, un suegro adicto a las drogas y tres hijos
adolescentes y que estuvo cinco años consecutivos en cartelera en el teatro
Gran Rex, sumando un millón de espectadores.
También capaz de
interpretar personajes masculinos, Gasalla copratagonizó con la inmensa
Graciela Borges la película “Dos hermanos” (Daniel Burman, 2010) en la que se
narra una relación de amor-odio, que sólo pueden encarnar intérpretes de muchos
quilates y enorme rodaje en las tablas y en las locaciones cinematográficas.
Se ha ido
Gasalla, aunque en realidad los grandes actores, aquellos que son capaces de
contarnos las vicisitudes de la vida desde el juego escénico, nunca se van
debido a esa mágica eternidad que son capaces de construir entre los mortales, estos
genios de la palabra y la interpretación actoral.
Originalmente publicado en la columna Contragolpe de La Razón el 22 de marzo
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