¿Alguién
preguntó por la vida y el paradero del entonces primer Vicepresidente de la
Cámara de Senadores, Rubén Medinacelli Ortíz? ¿Se sabe exactamente en qué
momento y en qué circunstancias decidió desaparecer luego de la renuncia de Evo
Morales a la presidencia en la tarde del 10 de noviembre de 2019? Pareciera que
a Medinacelli se lo hubiera tragado la tierra. Se sabe que la línea de sucesión
presidencial según el artículo 169 de la CPE fue acosada y amedrentada, no sólo
en las personas de la Presidenta del Senado, del Presidente y la primera
Vicepresidenta de Diputados, sino que fue extendida a sus familiares: La casa
del padre de Adriana Salvatierra en Santa Cruz de la Sierra, el hermano de
Victor Borda amenazado de muerte en Potosí, la casa de la madre de Susana
Rivero en Trinidad. Todo estaba perfectamente planificado: Ninguno de los legalmente
habilitados para instalar plenos camarales y generar decisiones en la Asamblea
Legislativa Plurinacional, estaría en condiciones de hacerlo porque la triple
vigilancia y persecución con acciones sincronizadas –civiles, militares,
policías- tenía el objetivo principal de
lograr que el MAS quedara desplazado del gobierno por la fuerza.
Lo que sucedió
entre el 10 y el 12 de noviembre de 2019 fue el rompimiento del poder constituido,
activado por la expresión más rabiosa de la clase media urbana adscrita a una
visión conservadora y étnicamente excluyente de país de la que tengamos memoria
en las últimas décadas, que sacada de quicio por el prorroguismo de Evo
Morales, decidió adoptar durante tres semanas lo que las organizaciones
sociales bolivianas conformadas por indígenas, campesinos y obreros, utilizaron
historicamente como métodos de protesta: Bloqueos y movilizaciones callejeras, de manera que esa clase media urbana
“apolítica” ampliara su radio de acción desde las redes sociales hacia los
espacios públicos de los nueve departamentos de Bolivia para impugnar un fraude
electoral hasta hoy no demostrado, reclamando en principio un desempate en
segunda vuelta, pidiendo a continuación la anulación del acto eleccionario y
finalmente presionando para que Evo Morales dimitiera a la Presidencia del
Estado.
No sería
presidenta del Estado Plurinacional, Adriana Salvatierra. Amedrentada por civiles,
militares y policías e instruida por Evo Morales, tomó la decisión de renunciar
a la presidencia del Senado. ¿Rubén Medinacelli? No se sabe, no responde.
Victor Borda tampoco: Si no renunciaba y osaba aparecer por la plaza Murillo,
la vida de su hermano corría peligro: El asunto estaba en manos del Comité
Cívico de Potosí a la cabeza de Marco Pumari. Ojo que ninguna de las dimisiones
fue formalmente tratada y aceptada porque las cámaras se vieron imposibilitadas
de instalar sesiones entre el 10 y el 12 de noviembre. Susana Rivero, en cambio,
se negó a renunciar y quedaba como presidenta en ejercio de la Cámara Baja.
Estuvo en la Embajada de México desde el 10 de noviembre hasta la tarde del 13,
día en que fue a la Cámara de Diputados, y asediada por uniformados en el
hemiciclo, recompuso la directiva que a partir de ese momento presidía Sergio
Choque y se marchó para dejar formalmente su diputación, recién el 6 de enero
de 2020.
Neutralizada la
línea sucesoria legalmente habilitada por los dos tercios con los que el MAS
controlaba las dos cámaras, los ya conocidos y varias veces nombrados, usurpadores
de la institucionalidad democrática –Mesa, Tuto Quiroga, Camacho, Doria Medina,
Ortíz, la jerarquía eclesiástica, tres embajadores, dos ex defensores del
Pueblo, Albarracín y Villena (+)--, consensuaron en la Universidad Católica de
La Paz la promoción de Jeanine Áñez a la silla presidencial que un cuarteto de
senadores pertenecientes a la minoritaria bancada de Demócratas, se encargó de
materializar: La propia Áñez, Oscar Ortíz, Arturo Murillo y algo más atrás
Yerko Nuñez se valieron de la figura constitucional con la que accedió a la
presidencia Tuto Quiroga en 2001 –que sí se encontraba en la línea sucesoria en
su condición de Vicepresidente—y de un comunicado institucional sin valor
vinculante emitido por el Tribunal Supremo Electoral sustentando la figura del ipso facto, basada en el antecedente de
Quiroga remplazando a Banzer.
Para desembocar
en la ilegal posesión de Áñez en el viejo Palacio de Gobierno, sin haber sido
elegida formalmente por nadie, se desencadenaron una serie de hechos que en
exactamente tres semanas derivaron en la caída de Evo Morales, operados desde
afuera por la OEA, el Departamento de Estado norteamericano, la Unión Europea y
la Embajada de Brasil, y desde dentro del país a través de una concertación
civil, policial, militar y eclesiástica que envalentonó a los civiles que con trastos
domésticos y unas cuerdas improvisadas a las que Evo Morales bautizara
despectivamente como “pititas”, supieron paralizar el tráfico vehicular
alterando la cotidianidad con gran contundencia, endemoniados porque el mismo
Morales habría osado instruir que no se abasteciera de alimentos a los centros
urbanos del país. ¿Cómo? ¡Sacrilegio! ¿Los campesinos que cultivan la tierra,
los que le dan de comer a señoras, señores, señoritas, señoritos, jailones y no
jailones se atreverían a dejar de servir a los estupendos habitantes con pedigree
familiar, con 4x4 a la puerta, y viajes
a Camboriú o a Miami? Los trabajadores de la tierra nunca habían llegado a
extremos de soportar amenazas de grueso calibre y en esta oportunidad tampoco
sucedería. Los campesinos y los indios tuvieron siempre la obligación de procurar
todo lo necesario para las zonas de confort.
De la protesta
callejera, de los cabildos en el Cristo Redentor de la Monseñor Rivero en Santa
Cruz de la Sierra repletos de plegarias y la Biblia en el atril de Luis
Fernando Camacho, de los bloqueos con amarres y cuatro gatos por esquina bien
distribuidos por todas las zonas de La Paz y el resto de las ciudades capitales,
los pititas pasaron al frente, indignados y temerosos porque “la indiada”
amenazaba con descolgarse de los cerros desde Pampahasi para saquear e
incendiar casas. Efectivamente sucedió que las “hordas masistas”, así
calificadas por Arturo Murillo, cometieron, por ejemplo, desmanes como el
producido en el Chapare donde campesinos cocaleros quemaron el Victoria Resort,
--hotel propiedad de Murillo--, quién al día siguiente del atentado sufrido (11
de noviembre), informó que el edificio quedó reducido a cenizas y tuvo que
esconder a sus familiares a fin de evitar consecuencias funestas. Cosa parecida
sucedió con la casa del Rector de la UMSA y miembro del CONADE, Waldo
Albarracin, y la presentadora de televisión Casimira Lema. ¿Eran efectivamente
militantes del hasta ese momento partido de gobierno los que actuaron
vandálicamente? ¿O se trataba de una confusa mezcla de actores provenientes del
lumpen junto a sectores desesperados porque su presidente estaba siendo
derrocado?
Los pititas
tenían como guardaespaldas a policías y militares que cambiaron de dirección en
sus tareas de sofocamiento de los desordenes y la violencia que decidieron
vulnerar sus roles constitucionales que
les impiden la deliberación pública y la no intervención en los asuntos
políticos del Estado: Le pidieron la renuncia a su Capitán General, el
Presidente del Estado. Los pititas verdes, amarillos, azules y rojos fueron
protegidos para arremeter, golpear, pintarrajearle todo el cuerpo y poner
de rodillas a la Alcaldesa de Vinto,
Cochabamba, Patricia Arce. Lo hizo la Resistencia Juvenil Cochala que perpetró
este acto de violencia cargado de simbolismo racista pisoteando la whipala para
convertirla en un trapo mugroso.
Antes de que el
15 y 19 de noviembre se produjeran las tragedias de Senkata, El Pedregal y
Sacaba, la Unión Juvenil Cruceñista , consecuente con su muy conocido accionar racista
y discriminador, acorraló a ciudadanos y ciudadanas en Yapacaní y en Montero
que terminaron encarcelados y torturados sin que a varios de ellos se les
pudiera haber comprobado vinculación alguna con el Movimiento al Socialismo
(MAS). Era, como se dice popularmente, “gente que pasaba por ahí”. El pasado
viernes 18 de junio, este periodista tuvo la posibilidad de participar en una
reunión producida en La Paz con las víctimas de las violaciones a los Derechos
Humanos en las mencionadas localidades cruceñas, personas de muy limitada
condición económica, hace más de un año desempleadas. En dicho encuentro se
registraron 45 testimonios de hombres y mujeres, muy jóvenes todos ellos, que
todavía no han sido sobreseídos por acusaciones nunca demostradas por el
ministerio público. La crueldad y los comportamientos extorsivos de efectivos
policiales les provocaron estancias infernales en los recintos penitenciarios
en los que fueron recluidos. A fin de evitar la espectacularización de un
evento como éste, dramático en su dimensión humana, de los que suele
aprovecharse el amarillismo periodístico, no hubo convocatoria a los medios de
comunicación. Las conclusiones de dicha mesa informativa dejaron clara la
urgencia de una solución judicial para otorgar libertad irrestricta a estos
ciudadanos criminalizados por militar en el partido azul o tener una relación
con él, como si se tratara de un delito en sí mismo. Sería bueno preguntarle a Jeanine Áñez y a los
suyos, a Amparo Carvajal de DD.HH., al CONADE, a la Iglesia Católica, y a todos
quienes facilitaron la presidencia transitoria ilegal, si esto es o no
persecución política, si estas son o no violaciones sistemáticas a los derechos
ciudadanos.
La Bolivia
pitita, en su legítimo afán de reclamar por su voto del 21F de 2016,
desconocido por el Tribunal Constitucional el 28 de noviembre de 2017, fue
desplegando una serie de movimientos que pasaron de la retórica agresiva a las
acciones de hecho. Los pititas verdes fueron los ambientalistas de ocasión que
armaron una campaña en redes sociales demonizando como antiecológico y
depredador de la naturaleza al gobierno del MAS por los incendios en la
Chiquitania. Los pititas amarillos tecleaban desquiciados y producían memes en
sus redes contra Venezuela, Cuba, el socialismo del siglo XXI, los cocaleros
narcotraficantes, y los populistas corruptos. Los pititas azules andaban
desencantados porque habían votado --¡dos veces!—por Evo y habían quedado
decepcionados por su obsesión de eternización en el poder. Y los pititas rojos
eran los parapoliciales y paramilitares dispuestos a mancharse las manos de
sangre si era necesario para hacer justicia contra esos “masistas de mierda”,
idólatras de su lider.
Los pititas de
cualquier color sólo sabían a quién sacar del gobierno. No tenían idea de a
quién se podía poner constitucionalmente. Su ceguera político ciudadana se
verificaba en vigilias organizadas al ingreso de la zona de la Rinconada donde
se encuentra la Embajada de México, o al frente del edificio de apartamentos en
el que habitaba el Ministro de Gobierno, Carlos Romero, o en las puertas de
medios de comunicación como la televisión estatal, y en el trajinar diario en
las calles en el que si aparecía alguna cara que no fuera de su agrado, se
instalaba el acoso verbal y la amenaza. Podría contarlo la chofer del
pseudoperiodista Entrambasaguas, alguna vez dedicada a la producción
audiovisual. O también la persona que repartía vales de comida chatarra por
tantas horas de sacrificio para los vigilantes
con la misión de evitar las “fugas” de Héctor Arce, Juan Ramón Quintana,
Javier Zabaleta o Vilma Alanoca de la residencia de la Embajadora de México,
María Teresa Mercado.
¿Transición
democrática? ¿Gesta heroica contra la dictadura? ¿Reivindicación del Estado de
Derecho? No. Instalación de un gobierno de derecha cívico policial militar,
autoritario, persecutor, extorsivo, torturador y asesino. Esos fueron los
resultados con que quedaron retribuídos los pititas por su unción cívica. Con un
gobierno que malversó sus sueños y que los condujo a mascullar, 363 días después
de las anuladas elecciones de 2019, otra aplastante derrota. Habían ganado el
referéndum del 21 de febrero de 2016, habían tumbado a Evo Morales el 10 de
noviembre de 2019 y terminaron estruendosamente derrotados el 18 de octubre de
2021 ya sin la coartada de Evo queriendo ser presidente para siempre.
Bolivia vivió un
año de patetismo entre 2019 y 2020. La clase media movilizada, ansiosa por ver
al “indio” expulsado del gobierno,
terminó convirtiéndose en la facilitadora de un ahondamiento de lo que
podría llamarse la grieta boliviana. Los militares volvieron a ser nombrados
milicos golpistas como sucedía en los 70-80. Los policías ahora son
estigmatizados como “motines” por haberse revelado contra el gobierno
constitucional. Y los pititas, vivieron un espejismo de esperanza con su
“¿quién se wrinde? nadie se wrinde”. “¿Evo
de nuevo?” Ya no, como consuelo, aunque su partido sea otra vez el que gobierna
Bolivia a través de otro de esos triunfos electorales al que ya fue imposible
tachar de fraudulento. Aunque volvieran a tocar las puertas de los cuarteles.
Aunque pidieran al organismo electoral evitar la posesión de Luis Arce
Catacora. El precio ha sido nuevamente muy alto en vidas humanas, con un
gobierno autoritario especializado en destrozos, capturado por un puñado de
vividores que luego de asaltar el poder, comenzaron a asaltar las arcas del
Estado con desenfreno.
El 15 de agosto
de 2020 Jeanine Áñez afirmó que pacificó al país dos veces. Que en ese momento
se trataba de salvar vidas en la lucha contra la Covid-19. Que era necesario
combatir la violencia del MAS que impedía el transporte de oxígeno por las
carreteras. Vistos los acontecimientos en este primer semestre de 2021, no hay argumentos que puedan sostener esa
pretendida pacificación. Se lo han desmentido, con el destape de tramas de
corrupción y de represión política, los mismos que la animaron a asumir la
presidencia a sabiendas que a la larga, tan temeraria decisión tendría
consecuencias jurídico constitucionales. Quedan unas cuantas pititas blancas esperanzadas con un cambio político por fuera
de la opción del MAS. Áñez, su entorno y los negociadores de la transición
trucha, les hicieron astillas las ilusiones.
Publicado en La Razón como parte de la serie Memoria y Archivo el 04 de julio
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