Recuerdo siempre
que Ana María Romero de Campero (1941 – 2010), que llevaba el apellido de su
esposo porque le daba la gana, no por vieja usanza social, me llamaba “enfant
terrible” en aquellos tiempos en los que dirigía el diario católico Presencia
(1989) y yo era feliz escribiendo crítica de cine y televisión. Me distinguió
con semejante sobrenombre que recuerdo con orgullo. La principal enseñanza que recogí de ella
está resumida en la frase “es mucho más difícil describir que opinar”, lección
de periodismo que tengo presente a diario.
Ana María fue Ministra
de Informaciones del breve gobierno de Wálter Guevara Arce, depuesto por el
golpe de estado encabezado por el Cnl. Alberto
Natusch Busch que derivó en la Masacre de Todos Santos (1979). Antes había sido
corresponsal de la agencia alemana de noticias (DPA) y más tarde entre 1998 y
2004, primera Defensora del Pueblo de la República, encarando una gestión hasta
ahora no superada por quienes la sucedieron.
Si Ana María,
que en 2009 por algún profundo motivo decidió ser senadora por el Movimiento al
Socialismo (MAS), siguiera entre nosotros,
habría sido una pieza fundamental en la
dilucidación de la crisis de octubre-noviembre de 2019 que derivó en
violaciones sistemáticas a los derechos humanos en el gobierno de
Áñez-Murillo-Ortíz. Basta recordar el rol decisivo que jugó en octubre de 2003
cuando el enajenado Carlos Sánchez Berzaín quería convencer al presidente
Sánchez de Lozada que con doscientos muertos se arreglaba el asunto y se podía
continuar gobernando desde Santa Cruz de la Sierra, en tiempos en que la
Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia (APDHB) luchaba por los más
débiles y vulnerables en sus derechos ciudadanos, entre ellos el de la libertad
de pensamiento político.
Unir es la
fundación que dirigió Ana María imbuída de esa misión humana que se traduce en
la construcción de una cultura de paz. Estaba convencida, honrando el nombre de la organización que condujo con
sabiduría, que todos los caminos debían llevarnos siempre a las mesas de
negociaciones para encontrar consensos mínimos, de perfeccionamiento de la
democracia para una convivencia auténticamente pacífica, pero en primer lugar
participativa y sin exclusiones.
Flora Guzmán,
licenciada en Enfermería del hospital Alfonso Gumucio Reyes de Montero fue
perseguida y golpeada por militantes de la Unión Juvenil Cuceñista en noviembre
de 2019. En el testimonio que ofreció hace un par de semanas, Guzmán narró que
efectivos policiales habían matado a un joven, que hubo represión con móviles
racistas y que fue encarcelada porque “los masistas somos una sarna para la
derecha”. Esta profesional de la salud
vivía tranquila y estable, percibiendo un buen salario hasta que producto del
golpe de Estado se quedó sin trabajo. “Ahora voy casa por casa como una mendiga
buscando pacientes a medir glicemia,
tengo a mis hijos destrozados” nos dijo. Ella, como otras veinte personas,
relataron sus experiencias cargadas de
persecución, encarcelamientos indebidos y torturas en Yapacaní, Santa Fe y San
Carlos del departamento de Santa Cruz. Como si no fuera suficiente, les robaron
el poco dinero que tenían y quedaban obligados a pagarles a los vigilantes
hasta el ingreso de bolsas de pan. Así de extrema e indignante se manifestó la
miseria humana de persecutores y carceleros. Dice Jeanine Áñez que se siente perseguida
política. Parece que su amigo Arturo y su aliado inicial, Luis Fernando
Camacho, no le contaron ni la enésima parte de lo que su transitorio gobierno
de facto hizo con gente tan humilde y desprotegida a través de unos desalmados
operadores civiles y policiales.
Luego de
soportar semejante paliza emocional el viernes 18 de julio, volví a recordar
que Ana María se preocupaba por la ciudadanía, pero fundamentalmente se ocupaba
de atender las injusticias y los atropellos haciendo que la Defensoría demandara
al Estado por atentar contra los derechos de ciudadanos comunes. De haber
estado aquí, ella misma hubiera generado las acciones indispensables para que
esta gente maltratada, vejada, obtuviera el sobreseimiento necesario para
comenzar a reconstruir la vida.
Nos falta Ana
María Romero de Campero para recuperar la prioridad que significa la defensa
intransigente e innegociable de los Derechos Humanos. A la Defensoría actual
parecen no alcanzarle las manos para atender todos los casos, y la Asamblea de Derechos Humanos está a cargo de
una religiosa que se llama Desamparo de apellido Carvajal que en algún momento
decidió desconectarse del pueblo humilde, lo mismo que el oprobioso Comité
Nacional de la Democracia (CONADE), políticamente utilizado por los ex
defensores del Pueblo, Waldo Albarracín y Rolando Villena (+). Las dos
instituciones dejaron de defender los valores democráticos de la sociedad, para
convertirse en artefactos políticos opositores al MAS.
Extrañé a Ana
María el día que escuché tan desgarradores testimonios y a las que no les
alcanza con el consuelo. Voy a seguir extrañándola “por su esperanza
interminable” como escribió alguna vez la inmensa María Elena Walsh.
Contragolpe, columna publicada en La Razón el 02 de julio
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