El domingo 10 de
noviembre de 2019, Luis Fernando Camacho, presidente del Comité Cívico Santa
Cruz, ingresó en el Palacio Quemado para plantar la Biblia en medio del hall
central. Dijo que la palabra de Dios regresaba a Bolivia, después de una década
de estado laico --y de ateísmo con olor a comunismo habría que agregar--, con
el vaciamiento de los sacrosantos valores humanos proclamados por la fe
católica.
Un día antes,
con las facilidades otorgadas por batallones policiales que habían decidido
amotinarse contra el poder constituído, Tuto Quiroga daba vueltas por la Plaza
Murillo con la autosuficiencia de que la consumación del golpe de Estado era
cuestión de horas, que con el gobierno ya sin apoyo del aparato represivo
legal, la verde olivo se convertía en el brazo protector de los pititas, esos clase
medieros urbanos envalentonados con vigilias en domicilios particulares, y
persecuciones de autoridades, dirigentes y activistas vinculados al Movimiento
al Socialismo (MAS) y al gobierno depuesto.
Durante los
veintiún días de las violentas movilizaciones producidas en el departamento de
Santa Cruz, Camacho leía cada noche algún versículo y ponía de rodillas a
quienes se congregaban alrededor del Cristo de la Monseñor Rivero. Las
oraciones, las plegarias con los ojos cerrados y los brazos extendidos eran
gestos de elocuente convencimiento de que los masistas, collas, sucios, sediciosos,
terroristas, narcotraficantes, estaban a punto de perder a su presidente, que
su caída era inminente.
El día en que
Camacho decidió hacer de Dios la figura simbólica protectora del racismo
conservador, sus enviados en la tierra, los miembros de la Jerarquía
Eclesiástica que conforman la Conferencia Episcopal Boliviana estaban listos
para iniciar reuniones y así lo hicieron el domingo 10 de noviembre luego de
que Evo Morales y Alvaro García Linera anunciaran sus renuncias. Ni cortos, ni
perezosos, estos curas mal ordenados fueron los orquestadores de una reunión a
la que no fueron invitados los representantes de la mayoría parlamentaria del
MAS porque estaban terminando de diseñar la sucesión ese mismo día anunciada
desde Trinidad por Jeanine Añez a través de la emisora televisiva que se
convertiría en el canal oficial del gobierno de facto, Unitel. En esa reunión,
ya conocida por los actores que intervinieron, se decidió la suerte de Bolivia
al margen de la sucesión legal contemplada por nuestra Constitución Política
del Estado.
La Iglesia
Católica boliviana no actuó como mediadora. Tomó partido desde el primer momento
en que ya se sabía que el aparato gubernamental a la cabeza de Evo Morales
había quedado desvencijado, rendido, incapaz de seguir aguantando un asedio en
el que campeaba la violencia, el ultimátum y una muy astuta puesta en escena
mediática con barniz de legitimidad para que todos creyeran que en Bolivia se
estaba produciendo una revolución ciudadana.
Durante la
semana que concluye, a la Iglesia Católica no se le ocurrió mejor idea que
emitir un documento de 25 páginas como si Dios, Jesucristo y sus discípulos
fueran sus redactores. Apenas nos enteramos de su contenido, a través de sus primeros párrafos, supimos que
volvían a la carga los Scarpellini (+), los Gualberti y todo ese pelotón de
obedientes soldados del conservadurismo bien disfrazados con esas sotanas para
largar homilías pretendidamente impolutas desde sus catedrales dominicales de
misa.
El rol de la
Iglesia Católica en la política boliviana nunca había sido tan abierta y
descaradamente tendencioso. Retumba la voz de Monseñor Jesús Juárez con esa voz
de locutor de radio madrileña ofreciéndonos lecciones de moral y respeto por el
prójimo, que por supuesto no fueron puestas en práctica durante el año en el
que el gobierno de facto usó su poder como aplanadora para matar, encarcelar,
torturar y extorsionar. De eso los Obispos y los párrocos enemigos del MAS no
tienen idea porque no les interesó averiguar. Les preocupaba nada más que
formar parte del regreso de una estructura de poder en la que el catolicismo se
mimetiza como ideología política, malversando la auténtica palabra del Dios
predicada por esos sacerdotes de base, de aquellos pueblos perdidos y sumidos
en la pobreza a los que se consuela y se ayuda con programas sociales.
En esa Iglesia
Católica ligada al poder y al autoritarismo que se ejerció en Bolivia entre
2019 y 2020 es imposible creer. Solamente lo hacen quienes consideran que los
pobres, los desheredados de la tierra, no son otra cosa que la encarnación del
demonio. En cualquier momento nos regalarán otro sesudo documento para volver a
mentirle al país. Además de reaccionarios ya confirmamos que pasaron a formar
parte de un conocido grupúsculo de pontificadores que proclaman verdades únicas
de moral y buenas costumbres. Mientras tanto, el Cardenal Toribio Ticona queda
confirmado como el florero de la jerarquía eclesiástica boliviana. Nadie lo
llama. Nadie le pregunta. Mandan los monseñores duchos en asuntos de poder.
Contragolpe, columna publicada en La Razón el 19 de junio
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