Primero fueron
“Patricio Rey y los redonditos de ricota”. Después de convertirse en la banda
de rock que más fanatismo fue capaz de desatar en la Argentina, llegaron “Los
fundamentalistas del aire acondicionado” (2006) y ahora que su líder, el Indio
Solari, una leyenda venerada por quienes lo siguen desde 1976, con el mal de
parkinson visitando su tercera edad, fundó “El Mister y los marsupiales
extintos” (2022) para seguir manteniendo conexión con sus creyentes que fue
creciendo como una iglesia de fieles incondicionales que en 2017 se congregaron
en “La colmena” de Olavarría para sumar aproximadamente medio millón de
personas en el que fuera último concierto de Los fundamentalistas, y del que
resultaran dos personas muertas.
Junto con “Soda
estéreo” al mando de Gustavo Cerati, el Indio Solari y sus bandas, han colmado
estadios como ninguna otra propuesta del rock argentino entre finales del siglo
XX y las dos primeras décadas del siglo XXI. Luis Alberto Spinetta, Charly
García y Fito Páez, tienen carreras gigantescas, pero Soda y el Indio batieron
records de convocatoria de acontecimientos musicales en vivo hasta ahora
inalcanzables.
El Indio, un
personaje revestido de un aura misteriosa, dice que los nombres de sus bandas,
tan alucinantes y divertidos como creativos, son producto de ocurrencias y que
no obedecen a elaboraciones conceptuales muy sesudas o basadas en visiones
filosóficas. “Era una broma, una forma de decir: Hablen mal de Dios, hagan lo
que quieran, ¡pero no me saquen el aire acondicionado! Nunca pretendió ser otra
cosa que una pavada como “redonditos”. No había sostén intelectual, ni de
equilibrio ecológico, ni una mierda. ¡Era una gracia nomás! De todos modos hay
que ser cuidadoso con los nombres, porque te reclaman que los sostengas con el
lomo”.
En la historia
de la música popular, el rock es el que ha desatado alocamientos
multitudinarios, histeria, descontrol emocional e impulsividad sostenidos en
gran medida por el alcohol y las drogas, blandas y duras, desde que las
juventudes hippies clamaran por paz y amor en Woodstock (Wallkill, Nueva York,
1969). El rock es música potente, pero puede pasar a ser religión como sucedió
con quienes decidieron seguir ciegamente al Indio Solari desde hace ya casi
medio siglo, y cuando se convierte en fe y creencia, los excesos y el riesgo
por tocar al ídolo como si se tratara de acariciar el cielo con los dedos puede
desembocar en tragedia como la sucedida en Olavarría en 2017.
Si en el
fanatismo musical hay peligro, qué diríamos acerca de lo que sucede cuando en
la política la tentación estalinista termina haciendo carne en sus dogmáticos líderes
y militantes, cuando algún delirante con el cuarto de hora de ejercer de poder
que alguna vez le tocó en suerte, quiere
elevar un bloqueo de caminos a categoría de ritual, insinuando que un país debe
ser santuario de un líder sempiterno e indiscutible que puede disponer de vidas
y haciendas, de cuerpos y voluntades, como lo hicieran los señores feudales de
la Edad Media y como lo hicieran Iosef Stalin que desfiguró la esencia original
de la revolución rusa en terror de partido único, o como lo hicieran Adolf
Hitler y Mao Tse Tung que hicieron de “Mi lucha” y el “Libro rojo”, las biblias
del fundamentalismo genocida con millones de hombres y mujeres muriendo por una
causa o mejor dicho por un Mesías, un elegido o un caudillo.
Cuando la
política y la militancia partidaria se desfiguran en creencia e idolatría, esta
dejan de formar parte de un proyecto terrenal para convertir a ciudadanos
ilusionados por una causa, en feligreses de un catecismo como si la vida del
líder que nació genuino y que con el ejercicio del poder se transfiguró en una
entidad patrimonialista –el país, sus habitantes, su territorio pasan a
pertenecerle por los siglos de los siglos—tuercen el Sentido Común de un
proyecto histórico que termina convirtiéndose en la apariencia de unos apetitos
insaciables que desvirtúan las profundas causas populares que necesitan de
guías, no de tótems, y con el transcurso del tiempo, cediendo espacios para que
llegue la saludable sangre fresca y renovadora que hace de los procesos
políticos, proyectos colectivos inspirados en la búsqueda de equidad: Un país
debe aspirar a ser el lugar de todos, no la hacienda de unos cuantos herederos
o el campo santo de un falso predestinado.
El
fundamentalismo y sus cultores abonan los suelos de campos explosivos, de
desgracia y muerte eyectadas por el odio. Benjamín Netanyahu es por hoy el
fundamentalista principal, el exterminador israelí que ya se ha cargado en
escombros más de 50 mil hombres, mujeres, ancianos y niños palestinos. Es un
criminal abominable que ha respondido con su fuego a otros fundamentalistas de
menor capacidad destructiva.
En los lugares
cálidos y húmedos con temperaturas y sensaciones térmicas extenuantes, uno
puede darse la licencia de ser un fundamentalista del aire acondicionado,
siempre y cuando esto no lastime al prójimo. En la política, el fundamentalismo
es el disparador que casi siempre termina en la obsesión de eliminar al otro por
esa destructiva e individualista vocación de perpetuidad.
Originalmente publicado en la columna Contragolpe de La Razón el 19 de octubre de 2024
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