jueves, 2 de enero de 2025

Los fundamentalistas del aire acondicionado

 

Primero fueron “Patricio Rey y los redonditos de ricota”. Después de convertirse en la banda de rock que más fanatismo fue capaz de desatar en la Argentina, llegaron “Los fundamentalistas del aire acondicionado” (2006) y ahora que su líder, el Indio Solari, una leyenda venerada por quienes lo siguen desde 1976, con el mal de parkinson visitando su tercera edad, fundó “El Mister y los marsupiales extintos” (2022) para seguir manteniendo conexión con sus creyentes que fue creciendo como una iglesia de fieles incondicionales que en 2017 se congregaron en “La colmena” de Olavarría para sumar aproximadamente medio millón de personas en el que fuera último concierto de Los fundamentalistas, y del que resultaran dos personas muertas.

Junto con “Soda estéreo” al mando de Gustavo Cerati, el Indio Solari y sus bandas, han colmado estadios como ninguna otra propuesta del rock argentino entre finales del siglo XX y las dos primeras décadas del siglo XXI. Luis Alberto Spinetta, Charly García y Fito Páez, tienen carreras gigantescas, pero Soda y el Indio batieron records de convocatoria de acontecimientos musicales en vivo hasta ahora inalcanzables.

El Indio, un personaje revestido de un aura misteriosa, dice que los nombres de sus bandas, tan alucinantes y divertidos como creativos, son producto de ocurrencias y que no obedecen a elaboraciones conceptuales muy sesudas o basadas en visiones filosóficas. “Era una broma, una forma de decir: Hablen mal de Dios, hagan lo que quieran, ¡pero no me saquen el aire acondicionado! Nunca pretendió ser otra cosa que una pavada como “redonditos”. No había sostén intelectual, ni de equilibrio ecológico, ni una mierda. ¡Era una gracia nomás! De todos modos hay que ser cuidadoso con los nombres, porque te reclaman que los sostengas con el lomo”.

En la historia de la música popular, el rock es el que ha desatado alocamientos multitudinarios, histeria, descontrol emocional e impulsividad sostenidos en gran medida por el alcohol y las drogas, blandas y duras, desde que las juventudes hippies clamaran por paz y amor en Woodstock (Wallkill, Nueva York, 1969). El rock es música potente, pero puede pasar a ser religión como sucedió con quienes decidieron seguir ciegamente al Indio Solari desde hace ya casi medio siglo, y cuando se convierte en fe y creencia, los excesos y el riesgo por tocar al ídolo como si se tratara de acariciar el cielo con los dedos puede desembocar en tragedia como la sucedida en Olavarría en 2017.

Si en el fanatismo musical hay peligro, qué diríamos acerca de lo que sucede cuando en la política la tentación estalinista termina haciendo carne en sus dogmáticos líderes y militantes, cuando algún delirante con el cuarto de hora de ejercer de poder que alguna vez le tocó en suerte,  quiere elevar un bloqueo de caminos a categoría de ritual, insinuando que un país debe ser santuario de un líder sempiterno e indiscutible que puede disponer de vidas y haciendas, de cuerpos y voluntades, como lo hicieran los señores feudales de la Edad Media y como lo hicieran Iosef Stalin que desfiguró la esencia original de la revolución rusa en terror de partido único, o como lo hicieran Adolf Hitler y Mao Tse Tung que hicieron de “Mi lucha” y el “Libro rojo”, las biblias del fundamentalismo genocida con millones de hombres y mujeres muriendo por una causa o mejor dicho por un Mesías, un elegido o un caudillo.

Cuando la política y la militancia partidaria se desfiguran en creencia e idolatría, esta dejan de formar parte de un proyecto terrenal para convertir a ciudadanos ilusionados por una causa, en feligreses de un catecismo como si la vida del líder que nació genuino y que con el ejercicio del poder se transfiguró en una entidad patrimonialista –el país, sus habitantes, su territorio pasan a pertenecerle por los siglos de los siglos—tuercen el Sentido Común de un proyecto histórico que termina convirtiéndose en la apariencia de unos apetitos insaciables que desvirtúan las profundas causas populares que necesitan de guías, no de tótems, y con el transcurso del tiempo, cediendo espacios para que llegue la saludable sangre fresca y renovadora que hace de los procesos políticos, proyectos colectivos inspirados en la búsqueda de equidad: Un país debe aspirar a ser el lugar de todos, no la hacienda de unos cuantos herederos o el campo santo de un falso predestinado.

El fundamentalismo y sus cultores abonan los suelos de campos explosivos, de desgracia y muerte eyectadas por el odio. Benjamín Netanyahu es por hoy el fundamentalista principal, el exterminador israelí que ya se ha cargado en escombros más de 50 mil hombres, mujeres, ancianos y niños palestinos. Es un criminal abominable que ha respondido con su fuego a otros fundamentalistas de menor capacidad destructiva.

En los lugares cálidos y húmedos con temperaturas y sensaciones térmicas extenuantes, uno puede darse la licencia de ser un fundamentalista del aire acondicionado, siempre y cuando esto no lastime al prójimo. En la política, el fundamentalismo es el disparador que casi siempre termina en la obsesión de eliminar al otro por esa destructiva e individualista vocación de perpetuidad.



Originalmente publicado en la columna Contragolpe de La Razón el 19 de octubre de 2024

 

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