Qatar 2022 ha permitido
verificar, nuevamente, que el fútbol se eleva a su máxima expresión de belleza
por sobre los escombros que los trabajadores dejan, hasta ofrendando sus
propias vidas, en las construcciones de estadios de lujo y comodidades
insultantes. Es el capitalismo elevado a sus máximas expresiones simbólicas que
nos dice, partido a partido, que para que comience a rodar el balón en los
campos de juego, hay que poner por delante la explotación a los migrantes
provenientes de la India y de otros países que viven alrededor de ese
territorio nacional que de futbolero tiene nada, que discrimina la diversidad
de las preferencias sexuales y penaliza al que lleve cualquier distintivo que
aluda a la bandera del arco iris de las felicidades alternativas,
contestatarias del orden y la ley conservadores.
Qatar es la expresión simbólica
de un siglo XXI en el que mandan los petrodólares por sobre las grandes
tradiciones históricas y culturales, pero cuando Lionel Messi comienza a
desplazarse en las canchas, reingresamos en los pasadisos que nos internan en
las patrias del divertimento, del juego, de la celebración por el triunfo o del
llanto por la derrota. Que sería de la humanidad sin la posibilidad de que sus
seres vivos expresen, apenas nacen, su profunda necesidad interior de aprender
a jugar, de compartir, de explorar capacidades creativas para descubrir alguna
o para resignarnos a saber de nuestras limitadas destrezas.
Messi ha roto, por lo menos
durante casi dos décadas, la monotonía y cierta previsibilidad de los fines de
semana y de los partidos en días ordinarios de la Champions League. Nos ha
ofrecido un festival continuado y casi indetenible de que hay genios en la vida
que nacen para jugar por los millones de hombres y mujeres que apenas pueden
hacerlo porque el día a día los conduce al trabajo y al agobio. Y lo ha hecho
desde el contradictorio y casi inexplicable lugar de una vida marcada por la
normalidad, entendida esta como renuente al estrellato, a los lujos asiáticos,
a las extravangancias, al exhibicionismo de la fama y de la fortuna. Messi ha hecho de la familia su profundo
lugar en el mundo, de sus compañeros de juego, el perfecto argumento del que habla el genial
Alejandro Dolina: Se juega al fútbol para hacernos mejores personas, para que
nos comprendamos como seres humanos de una manera en que se impongan la
solidaridad, el desprendimiento, lejos del egoísmo y la arrogancia
individualista. En suma, para querernos entre nosotros, un poquito más.
Desde esa normalidad, sin
incidentes mediáticos que caracterizan a tantos rock stars del fútbol de élite, desde su compañera Antonella, desde
sus tres hijos, Messi se erige como el hombre más normal catapultado por su inteligencia superlativa para manejar
el balón atado al pie y su genio, a la categoría de jugador histórico, del
mejor jugador de todos los tiempos de
acuerdo a la medición masculina tan fálica, que expresa la manía de comparar
quién la tiene más grande. No es necesario ir por ahí con Messi. Durante sus
dos décadas como futbolista fuera de serie ha ganado por regularidad de
rendimiento, por persistencia, ha ganado como el más goleador del Barcelona y
la Selección Argentina, ha ganado como el asistidor perfecto para que sus compañeros la empujen al arco, y
también, cuando no ha estado en la mejor de sus formas ha sabido jugar tan mal, casi desapareciendo del verde
césped, para demostrarnos que su genio, su vocación profunda por el juego,
emerge desde esa normalidad que nos informa que hasta los más grandes, los diferentes, los tocados por varitas mágicas,
se pueden equivocar y feo, con todo el derecho que les asiste por su simple y
sencilla condición humana.
La felicidad que he vivido
durante esta Copa del Mundo se llama Lionel Andres Messi Cuccittini. Así como
lloré desconsoladamente cuando mi procer del fútbol Diego Armando Maradona,
partió de este mundo cruel, lloro con felicidad infantil luego de que Messi me
saca de la planicie con un regate, una gambeta, un pase filtrado, un tiro libre
perfecto y hasta de un penal marrado. Como bien dijo ese cíclope que tiene por
arquero, la Selección Argentina, el Dibu Martínez, “esto es para los 45
millones de trabajadores que no la pasan bien hoy día en mi país”: Una suerte
de obrero bajo los tres palos que ataja los penales necesarios para que la
patriada conductora de Messi llegue a buen puerto.
Desde mi sensibilidad, el amor al
juego es esencialmente prioritario por sobre la heroicidad del triunfo, pero
está claro que se ingresa a la cancha para ganar, mejor si jugando como juega
Messi con los suyos para demostrarnos que desde la normalidad, pero también
desde el rigor de la protesta contra sus
enemigos que lo envidian y amenazan, se puede ser el tipo de la película que
hace felices a millones de argentinos y no argentinos, que no dejamos de
asombrarnos con sus proezas y su inteligencia suprema.
Originalmente publicado en la columna Contragolpe de La Razón el 17 de diciembre