Nunca antes la derecha boliviana
había sido tan escuálida en ideas y en formulaciones programáticas para el país
desde el regreso a la democracia en 1982. Basta recordar que fue precisamente
el banzerismo el que introdujo al economista de Harvard Jeffrey Sachs en
Bolivia para escribir y desplegar el 21060, decreto con el que funcionaria la economía
boliviana durante dos décadas y que contó con ejecutantes que sabían hacer su
trabajo en función de sus intereses de clase: El propio Banzer, Paz Estenssoro,
Sánchez Lozada e incluso Paz Zamora que terminó absorvido por el neoliberalismo
luego de sus años de militancia en la izquierda con influencia social demócrata
europea.
Desde el día en que Evo Morales
ganó por primera vez la presidencia, quedó sellado el colapso de un sistema de
partidos que quedó agotado, producto de las nunca satisfechas demandas
ciudadanas durante esos veinte años de
políticas económicas en los que mandaba el mercado, la fuga de capitales y el
achicamiento del Estado. Durante todo ese tiempo las organizaciones sociales
resistieron despidos masivos, gasolinazos y otras medidas de “ajuste
estructural” hasta que tradujeron sus largas luchas en una participación
electoral que situó por primera vez en la historia a un dirigente sindical en
el gobierno. No lo había podido lograr Juan Lechín en los 60, y grandes
dirigentes de formación socialista y comunista habían sido expulsados del
firmamento político boliviano con encarcelamientos (Irineo Pimentel, Federico
Escóbar de la Federación de Mineros) y asesinatos como el de Marcelo Quiroga
Santa Cruz en 1980.
Cuando en Bolivia mandaba la
derecha en el poder tutelada desde el norte imperial, combinando esfuerzos e
ideas con un nacionalismo revolucionario culipandero como el que manejaron a su
antojo según conveniencias de coyuntura, Paz Estenssoro y Siles Zuazo, una
Bolivia paralela siguió soportando políticas represivas de acallamiento,
suavizadas con el retorno a la democracia si se las compara con la policía
secreta y los campos de concentración de Claudio San Román durante el período
revolucionario del 52, y las prácticas represivas de terrorismo de Estado a
cargo de las dictaduras militares.
Una larga e incansable lucha de
resistencia durante el republicanismo neocolonial se desarrollaba en esa
Bolivia paralela a la que se le prestaba una atención secundaria en las esferas
informativas oficiales de las ciudades hasta que se instaló una nueva
configuración de las prácticas políticas y del ejercicio del poder con un
instrumento que hoy día no puede pensar su funcionamiento sin la interpelación,
los reclamos y los pedidos de ajuste de sus organizaciones colectivas
expresadas en primer lugar en el Pacto de Unidad que hace un par de semanas se
sentó en una reunión con el presidente y el vicepresidente del Estado para
hacerle conocer sus criterios con respecto del equipo de ministros con el que
el gobierno funciona desde hace casi quince meses.
No conocemos otro país en que los
colectivos organizados de campesinos, indígenas, mujeres, obreros y una
significativa diversidad gremial tiene hoy la posibilidad de pedirle cuentas al
poder político de manera directa, de demandar espacios de decisión,
naturalmente con resultados desiguales entre la eficiencia de éxito y la
burocratización que puede conducir a la corrupción, pero que se ha convertido
en la estructura participativa de un Estado que ha recuperado su tamaño e incidencia en la vida
del país y que tiene enfrente a esa
derecha que obsesionada con la desaparición del MAS, ha logrado vaciarse
completamente de contenidos propios, privándonos de un juego político en el que
la alternativa sea parte fundamental del debate y no esa postura reactiva que
está exclusivamente dedicada a referirse a lo que pasa o deja de pasar en la
estructura masista.
Cuando se produjo el triunfo de
Arce-Choquehuanca el 18 de octubre de 2020, me apresuré a predecir un regreso a
la democracia de pactos, a la búsqueda de consensos para la toma de decisiones
en materia de políticas públicas. Me equivoqué de cabo a rabo porque ninguna de
las dos formaciones opositoras con presencia parlamentaria tienen perfil para
convertirse en verdaderas fuerzas con discurso alternativo al nacional popular
que sostiene el MAS desde su llegada al poder que ya se acerca a las dos
décadas de vigencia con la breve y devastadora interrupción del golpe de Estado
de 2019.
El llamado modelo cruceño debería
ser una referencia central para construir un discurso altenativo al MAS, pero
la coyuntura lo tiene prisionero en una guerra interna de acusaciones y contra
acusaciones donde campea la corrupción institucional como nunca antes había
sucedido. Mientras Santa Cruz no supere el resquebrajamiento de su gobernación
y su principal municipio atestados de corruptos con distintas especialidades se
hace difícil establecer una interlocución que permita instalar una mesa plural acerca
del destino del país.
Originalmente publicado en la columna Contragolpe del diario La Razón el 29 de enero.
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