Todo fluía en
Bolivia con los códigos instalados por la democracia pactada, hasta que los
pactos y su sistema de partidos terminaron en astillas cuando el Movimiento al
Socialismo – Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos (MAS – IPSP)
produjo en 2005 la primera victoria electoral por mayoría absoluta que
inauguraba el tiempo de la irrupción de todos los actores sociales que hasta
entonces eran ciudadanos solamente en breves lapsos de legalización y
legitimación de candidatos y candidatas pertenecientes al Estado monocultural,
al pensamiento económico único y excluyente, neoliberal de arriba a abajo, y a
la utilización de lo indígena y campesino como ornamento para atraer el turismo
receptivo o para la funcionalidad casi esclavizante de la producción de
alimentos que pudiera satisfacer las necesidades de las urbes civilizadas,
acostumbradas a la subordinación de todas las expresiones étnicas originarias a
tareas menores, sin incidencia alguna en la determinación de las políticas
públicas y en el destino del país.
Cuando aymaras,
quechuas, guaraníes y todos los bolivianos originarios de las tierras bajas comenzaron a ser visualizados en
las coberturas televisivas, pero sobre todo a partir de la Asamblea
Constituyente (2006 – 2009), es decir, cuando los indios comenzaron a sentar
presencia en todas las instancias de la vida pública, la siempre apoltronada
clase media sintió que se rompía ese orden cotidiano en el que los Mamani,
Quispe o Tomichá empezaban a opinar y a intervenir sobre su presencia en el
mundo, a partir de una fuerte presencia étnico geográfica que terminó haciendo
de Bolivia un Estado Plurinacional a partir de febrero de 2009.
Un presidente de
orígenes indígenas, un canciller y un ministro de educación, aymaras, y así
sucesivamente, representantes, hombres y mujeres de la plurinación, empezaban a
marcar las pautas de la visibilización del país escondido, hasta entonces enterrado
en sus saberes ancestrales sólo útiles para la arqueología y la antropología,
lo que produjo el hartazgo y el pretexto ideales cuando Evo Morales decidió
desconocer un referéndum con el propósito de ser candidato por cuarta vez
consecutiva, craso error finalmente neutralizado con la anulación de las
elecciones de 2019, pero que hoy día sigue siendo coartada para unas prácticas sectarias
con dosis concentradas de odio y de impotencia ante un nuevo tiempo político en
el que el MAS – IPSP supo demostrar que había otro camino en la búsqueda del
tamaño exacto de lo estatal para una vida más equitativa e incluyente de la
sociedad.
No son 14 los
años que una izquierda nacional con fuerte acento identitatario de sus
expresiones étnico culturales gobierna Bolivia. Ya son 15, sin contar la
interrupción de facto cometida por Jeanine Áñez y su banda, que nada más
necesitaron once meses para demostrar cómo se puede retroceder al país
excluyente de ayer, desde los erróneos enfoques de qué hacer con la economía
hasta las prácticas más execrables de conculcación de las libertades ciudadanas.
Ya son 15 los años que en Bolivia manda el Estado sobre el Mercado, y cuando la
gestión Arce-Choquehuanca concluya, serán 19, con la posibilidad de que se
extiendan a 24, si los números de la economía y la búsqueda de mejores niveles
de calidad de vida convencen a la ciudadanía.
Los agentes
opositores con auspicios internacionales, multi y bilaterales, creyeron que el
proyecto político de las organizaciones sociales moriría con Evo. Resulta que
no, y por ello tenemos un mapa de la conspiración cotidiana basado en el
racismo y en la discriminación neocolonial que señala como inadmisible que los
indios estén mandando en varias zonas de Bolivia, como sucede por ejemplo con
los gobernadores Santos Quispe en La Paz, Johny Mamani en Potosí o Damián
Condori en Chuquisaca.
En ese contexto,
los desplazados actores de la política tradicional, muchos de ellos
progresistas de los 70 y 80, han mutado y se han hecho conversos hacia la
derecha. Por eso vivimos tiempos perversos por obsesividad contra la figura de
Evo y el masismo , y contamos con personajes como Amparo Carvajal en la
Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia (APDHB), indebidamente
prorrogada en sus funciones, que reconoce en la Resistencia Juvenil Cochala, a una
“resistencia necesaria”. El sacerdote Julio Tumiri, fundador de la Asamblea,
debe estar revolcándose en su tumba por tan aberrante reconocimiento a un grupo
paramilitar que generó violencia racista en 2019.
La Carvajal es
la representación paradigmática de quién se acomoda a los nuevos tiempos. Es la
mejor expresión de la conversión de la defensa de los derechos humanos hacia
territorios de exclusividad para privilegiados por su color de piel y estatus
social, en el caso de Jeanine Áñez, violadora de esos mismos derechos por los
que ahora se retuerce en su reclusión por considerarse estupenda e intocable.
La perversidad racista, como se puede comprobar, ha llegado hasta extremos
nauseabundos y por si fuera poco aplaudidos por tantos reaccionarios y
reaccionarias que habitan Bolivia, que por si acaso, no son pocos y están
siempre dispuestos a volver a la carga.
Originalmente publicado en la columna Contragolpe del diario La Razón el 11 de septiembre
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