jueves, 2 de enero de 2025

LLaki, un viaje en cuerpo y alma en clave Kallawaya

 Lunlaya es el lugar en el mundo en el que un niño comienza narrando de cuántas vacas dispone su comunidad: 16. Trepa hacia lo más alto de un cerro para revisar si están todas, y en ese trayecto cuenta como el cóndor ataca al ternero y dice que si luego de someter al mamífero van apareciendo más cóndores, significa algo así como el arribo de la destrucción, de la rapiña que destroza y mata. Ese mismo niño juega y ríe con una maquinita entre sus manos, y repite hakuna matata, frase que hiciera universal El rey león, cinta de la poderosísima transnacional del audiovisual Disney. Es muy probable que ese niño de sonrisa luminosa no sepa que hakuna matata significa “no hay problema”, “sé feliz” o “no te preocupes” y que pertenece a la lengua africana suajili (Tanzania, Kenia, Uganda), que la canción de la película de animación que ha circulado por todos los mares y continentes fue compuesta por Elton John y Tim Rice y que con el impulso de la voracidad mercantil, Disney se la apropió, lo que provocó la indignación de sus hablantes originarios.

Si introduzco el abordaje de Llaki con esta referencia a Disney es porque se debe tener presente, ahora más que antes, que prácticamente ya no existe rincón en el mundo que no haya sido penetrado por la dominación informática y tecnológica, pero que a pesar de ello, todavía es posible encontrar una inquebrantable resistencia cultural de los habitantes inmersos en sus orígenes, desde la respiración hasta la piel, exponiendo su granítica identidad, y en este caso, esa notable y casi milagrosa fusión entre la materialidad de la sanación ancestral y la espiritualidad con la que se viaja hacia las profundidades de la naturaleza y sus bondades que alimentan y curan, que conducen al inacabable viaje hacia la comprensión de que sanar significa no necesariamente superar plenamente una enfermedad, sino asumirla desde los límites humanos a partir de un laborioso reaprendizaje de construcción de la identidad/entidad humana hecho de músculo y hueso, pero en primer lugar de pensamiento y sensibilidad.

En un radio receptor popularmente llamado radio canchera, de esos en los que se escuchaban las transmisiones de partidos de fútbol décadas atrás, un locutor hace una mención al “Estado Plurinacional de Bolivia” sin más, único elemento informativo acerca del país del que forma parte la familia kallawaya Ortíz Ramos, que dialoga e interactúa con los Revollo, hijo y padre, cineasta y médico urólogo, formados en universidades convencionales del occidente urbano, que acuden continuamente a Lunlaya sin el mínimo atisbo de ese paternalismo conservador que suele subestimar la vida rural en la que tiempo y espacio difieren de la vorágine del mundanal ruido de las ciudades.

La combinación de fotografía fija, que se constituye en memoria de viaje, con planos generales de un lugar en que la magia no es folklore ni exotismo étnico, y los primeros planos de sus protagonistas, hacen que Llaki pueda sustentar su marca audiovisual a partir del sentido en el que no aparece una intención de “hagamos una película sobre los kallawayas”, sino más bien un viaje existencial que genera como consecuencia un documental en el que la experiencia intercultural de sus participantes enfatiza la riqueza de la comunicación, a través del registro de la calidez de rostros y gestos y la calidad de los testimonios a través de las breves narraciones de esos que son simultáneamente guías espirituales y sanadores.

Diego Revollo, luego de sufrir la pérdida auditiva del oído izquierdo y experimentar una parálisis facial parcial, imposibilitado de encontrar respuestas médicas en la consulta del especialista que trabaja en hospitales y clínicas —la medicina suele no ofrecer soluciones a muchísimos males desde la frialdad científica—, se decide a viajar y escuchar las voces que nacen de otros saberes sobre los procesos de curación que no terminarán resolviendo una limitación física, pero sí le permitirán descubrir una nueva manera de comprender, asumir y cultivar su interioridad humana: Una de las voces abrigada por fuegos de leño nocturnos reflexiona con la sabiduría que da la experiencia acerca de nuestra incapacidad humana para agradecer todo lo que la madre tierra nos provee, que así como nutre puede destruir: el fuego que nos abriga, puede también quemarnos.

Llaki es una experiencia cinematográfica, y por lo tanto, bastante más que sólo una película.  Completa una década de cercanía, y por lo tanto confianza y afectividad, entre el director de la película, su propio padre, su pequeña hija y su equipo en diálogo continuo con la familia Ortíz Ramos, que certifica el valor identitario de la cosmovisión kallawaya en la que su ritualidad cotidiana privilegia espíritu y naturaleza como sentido existencial y es a partir de estos términos que debe ser leída como narración del acercamiento humano y los rasgos esenciales de una cultura que ha trascendido fronteras y ha sido reconocida en sus cualidades originarias.

La palabra con la que se titula la película significa tristeza, melancolía o pesadumbre, pero a partir de su irrupción, con sus hallazgos y certezas, Llaki termina resignificando el renacimiento y el encuentro donde se impone la horizontalidad en la comunicación en clave de respeto por las convicciones mutuas.

  • Título LLaki. Dirección: Diego Revollo.
  • Fotografía: Miguel Nina y Mauricio Ovando.
  • Música: Jorge Zamora (Zamorita).
  • Casa productora: Transbordador Audiovisual.
  • Con la participación de: Aurelio Ortiz, Juan Ortiz Jiménez, Melisa Ortiz, Valentín Ortiz, Justina Ramos, Apolinar Ramos, Fernando Revollo, Amaya Revollo. Duración: 72 minutos. AÑO: 2023. PAÍS: Bolivia.

Texto: Julio Peñaloza Bretel


Originalmente publicado en el suplemento Escape de La Razón el 21 de abril de 2024

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