He aprendido en
mis cuarenta años de periodismo que la felicidad había estado ligada a la
cultura de la estrategia, a la construcción de una manera de ser y de hacer, a
la multiplicación de las tácticas para que podamos alcanzar ese bienestar que
generalmente cuesta racionalizar y explicar.
La felicidad es
un cúmulo de sensaciones discontínuas que examinadas a través de la memoria,
nos certifican que alguna vez, algunas veces, llegamos a alcanzarla sin saber
con certeza química y física por qué reímos a carcajadas o lloramos como
expresión superlativa de plenitud.
El padre de mi
estrategia de la felicidad se llama Johann Cruyff, el gran conductor de la
selección holandesa que luego de haber jugado una soberbia Copa del Mundo en
1974, perdió la final con la siempre eficaz e implacable Alemania. Tenía 13
años y no admitía que quienes habían demostrado que el invento del fútbol total
dirigido por Rinnus Michel merecían levantar el trofeo máximo terminaran
derrotados. Fue entonces que descubrí lo mágico e incomparable del fútbol: No
necesariamente el que juega mejor, el que ha construido la estrategia con
vocación creativa, ilusión y talento, se lleva el triunfo, lo que significa que
este juego es como la vida entera del ser humano en el sentido de que puede ser
el mejor, pero sin dar por sentado que tal cosa es garantía de éxito.
Cuatro años
antes, en el Azteca de México, el mejor fue el campeón. Brasil azotó a Italia 4
-1 con el jogo bonito aplastando el catenaccio. El juego ofensivo de la
verde amarilla triturando al calculador contraataque azzuri, a la cabeza de
Edson Arantes Do Nascimento, un fantasista en el dominio del balón, un genio
que ya había jugado a sus tiernos 17 años el mundial del 58 en Suecia.
Entre el talento afrobrasileño de Pelé y la
inventiva cerebral del juego de conjunto encabezado por Cruyff, supe, sin
tenerlo conceptualizado entonces, que para ser felices debíamos leer y escribir
una vida repleta de entrenamientos entre lo personal y lo colectivo, y ya con
17 años, pude saber que en 1978, en plena dictadura militar sangrienta, César
Luis Menotti llegaba por el camino trazado por Zagallo con Brasil, Michel con
Holanda, pero sobre todo por Pelé y Johann Cruyff, y originariamente con la
genética del Río de la Plata. Argentina le ganó a Holanda en la final que hizo
de la Naranja Mecánica subcampeón del mundo por segunda vez consecutiva.
Décadas después,
cuando se produjo la conexión holandesa catalana, cuando Cruyff pasó de ser
ídolo blaugrana en el Camp Nou a estratega de los culés, la escuela de La Masía
se preparaba para entregarle al planeta a esa santísima trinidad compuesta por
Messi, Xavi e Iniesta: Messi era el hijo de Dios por todos los milagros que
producía en los campos que visitaba, Xavi era el padre que repartía los panes
en forma de balones para dibujar triangulaciones interminables en cada partido,
e Iniesta, era el espíritu santo porque parecía invisible, pero en realidad
estaba en todas partes, en todas las zonas del campo de juego. Fueron por lo menos cinco años a la cabeza del
mejor discípulo de la influencia futbolísitca holandesa, Pep Guardiola, que pudimos ser felices sin solución de
continuidad, cada sábado y domingo, y en tiempos de Champions League, cada
martes y miércoles. Había llegado Messi desde Rosario, con la genética de
DiStéfano y Maradona, el más grande militante de la izquierda futbolística de
toda la historia que dividió su paso por la tierra entre sus proezas en la
cancha y sus avatares bordeando la
tragedia y la muerte fuera de ella. Maradona fue el único Dios en la
tierra que con virtudes y pecados, demostró que la divinidad también puede ser
humana.
Llegó el tiempo
en que estuve en condiciones de repasar todas las anteriores estrategias que
había leído en forma de partidos de 90 minutos y también en forma de crónicas
periodísticas firmadas por Juvenal (Julio César Pasquato) y por Eduardo Verona
en la revista El Gráfico. Una vez almacenada tanta información en mi existencia
sentipensante, pude llegar a la conclusión de que la estrategia de la felicidad
se concentra hoy, con nombre y apellido en Lionel Messi, rosarino nacido en
1987 que no es el dios maradoniano, sino simplemente, un ser común y corriente
en el día a día y el más grande
futbolista que ha producido este juego maravilloso e inexplicable por lo que
produce en nuestras entrañas, desde sus raíces inglesas de fines del siglo XIX.
Messi es la
estrategia de la felicidad. Nos cambia la planicie de la rutina. Contra los
italianos le añadió la recuperación de balones en la salida del rival, con la
entereza del laburante que quiere ganárselo todo a punta de esfuerzo, como si
con su talento y su magia para generar juego ofensivo no fuera suficiente.
Messi marca, quita, guapea para entregar una asistencia de gol, triangula con
sus compañeros en medio metro cuadrado y celebra con todos, el maravilloso
privilegio de jugar al fútbol, como sólo él lo sabe hacer.
Originalmente publicado el 04 de junio en la columna Contragolpe de La Razón
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