jueves, 11 de agosto de 2022

La estrategia de la felicidad

 

He aprendido en mis cuarenta años de periodismo que la felicidad había estado ligada a la cultura de la estrategia, a la construcción de una manera de ser y de hacer, a la multiplicación de las tácticas para que podamos alcanzar ese bienestar que generalmente cuesta racionalizar y explicar.

La felicidad es un cúmulo de sensaciones discontínuas que examinadas a través de la memoria, nos certifican que alguna vez, algunas veces, llegamos a alcanzarla sin saber con certeza química y física por qué reímos a carcajadas o lloramos como expresión superlativa de plenitud.

El padre de mi estrategia de la felicidad se llama Johann Cruyff, el gran conductor de la selección holandesa que luego de haber jugado una soberbia Copa del Mundo en 1974, perdió la final con la siempre eficaz e implacable Alemania. Tenía 13 años y no admitía que quienes habían demostrado que el invento del fútbol total dirigido por Rinnus Michel merecían levantar el trofeo máximo terminaran derrotados. Fue entonces que descubrí lo mágico e incomparable del fútbol: No necesariamente el que juega mejor, el que ha construido la estrategia con vocación creativa, ilusión y talento, se lleva el triunfo, lo que significa que este juego es como la vida entera del ser humano en el sentido de que puede ser el mejor, pero sin dar por sentado que tal cosa es garantía de éxito.

Cuatro años antes, en el Azteca de México, el mejor fue el campeón. Brasil azotó a Italia 4 -1 con el jogo bonito aplastando el catenaccio. El juego ofensivo de la verde amarilla triturando al calculador contraataque azzuri, a la cabeza de Edson Arantes Do Nascimento, un fantasista en el dominio del balón, un genio que ya había jugado a sus tiernos 17 años el mundial del 58 en Suecia.

 Entre el talento afrobrasileño de Pelé y la inventiva cerebral del juego de conjunto encabezado por Cruyff, supe, sin tenerlo conceptualizado entonces, que para ser felices debíamos leer y escribir una vida repleta de entrenamientos entre lo personal y lo colectivo, y ya con 17 años, pude saber que en 1978, en plena dictadura militar sangrienta, César Luis Menotti llegaba por el camino trazado por Zagallo con Brasil, Michel con Holanda, pero sobre todo por Pelé y Johann Cruyff, y originariamente con la genética del Río de la Plata. Argentina le ganó a Holanda en la final que hizo de la Naranja Mecánica subcampeón del mundo por segunda vez consecutiva.

Décadas después, cuando se produjo la conexión holandesa catalana, cuando Cruyff pasó de ser ídolo blaugrana en el Camp Nou a estratega de los culés, la escuela de La Masía se preparaba para entregarle al planeta a esa santísima trinidad compuesta por Messi, Xavi e Iniesta: Messi era el hijo de Dios por todos los milagros que producía en los campos que visitaba, Xavi era el padre que repartía los panes en forma de balones para dibujar triangulaciones interminables en cada partido, e Iniesta, era el espíritu santo porque parecía invisible, pero en realidad estaba en todas partes, en todas las zonas del campo de juego.  Fueron por lo menos cinco años a la cabeza del mejor discípulo de la influencia futbolísitca holandesa, Pep Guardiola,  que pudimos ser felices sin solución de continuidad, cada sábado y domingo, y en tiempos de Champions League, cada martes y miércoles. Había llegado Messi desde Rosario, con la genética de DiStéfano y Maradona, el más grande militante de la izquierda futbolística de toda la historia que dividió su paso por la tierra entre sus proezas en la cancha y sus avatares bordeando la  tragedia y la muerte fuera de ella. Maradona fue el único Dios en la tierra que con virtudes y pecados, demostró que la divinidad también puede ser humana.

Llegó el tiempo en que estuve en condiciones de repasar todas las anteriores estrategias que había leído en forma de partidos de 90 minutos y también en forma de crónicas periodísticas firmadas por Juvenal (Julio César Pasquato) y por Eduardo Verona en la revista El Gráfico. Una vez almacenada tanta información en mi existencia sentipensante, pude llegar a la conclusión de que la estrategia de la felicidad se concentra hoy, con nombre y apellido en Lionel Messi, rosarino nacido en 1987 que no es el dios maradoniano, sino simplemente, un ser común y corriente en el  día a día y el más grande futbolista que ha producido este juego maravilloso e inexplicable por lo que produce en nuestras entrañas, desde sus raíces inglesas de fines del siglo XIX.

Messi es la estrategia de la felicidad. Nos cambia la planicie de la rutina. Contra los italianos le añadió la recuperación de balones en la salida del rival, con la entereza del laburante que quiere ganárselo todo a punta de esfuerzo, como si con su talento y su magia para generar juego ofensivo no fuera suficiente. Messi marca, quita, guapea para entregar una asistencia de gol, triangula con sus compañeros en medio metro cuadrado y celebra con todos, el maravilloso privilegio de jugar al fútbol, como sólo él lo sabe hacer.



Originalmente publicado el 04 de junio en la columna Contragolpe de La Razón

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