Messi conecta
por videollamada con su familia, se dirige a Ciro, su hijo menor, y le muestra
eufórico la medalla que acaba de recibir por la obtención de la Copa América
2021. “Ciro mirá!” le dice como si fuera su hermano mayor, ese que acaba de
hacer los deberes de la escuela, fue obediente con papá y mamá, ayudó en los
quehaceres domésticos, fue de compras a la verdulería, hizo las tareas
asignadas como chico querendón de su familia y obtuvo como premio el permiso
para ir a patear pelota en la cancha del barrio.
Atravesado el
planeta por la desgracia a la que nos ha conducido el corona virus, las
imágenes de la celeberación celeste y blanca por el épico triunfo frente a la Canarinha no nos muestran a ganadores
trepados al podio de la celebración cual si fueran rock stars. Lejos están de las gesticulaciones de la
altanería y la autosuficiencia. Lo que hacen es festejar como si se tratara de
la primera tribu de la humanidad: Llantos, abrazos, besos, agradecimientos a
los cielos con los brazos extendidos, todo eso dentro una rígida burbuja sujeta
al protocolo anticontagios. Los hombres, las mujeres, los niños pueden volver a
apretarse, a llorar de felicidad, a agradecer por todos los favores y bienes
recibidos a quienes les ayudaron a hacerse personas.
En los paneles de
la televisión argentina, las entrevistas son con las compañeras, novias o
esposas, los hermanos, los padres, los tíos, y los abuelos de esa tribu
futbolera que a través de la magia y la buena energía conjuncionó la gesta
colectiva con la guía inspirada de un genio que termina siendo tan igual que
ellos. Grita igual, putea igual, llora igual, celebra igual. Es Messi, pero es tan de carne y hueso que se
resbala en la puerta brasileña, lo que le impide la apoteosis total del que
habría sido el segundo gol enviando a un descomunal diván psicoanalítico a todos
los torcedores encabezados por el presidente más inhumano que haya tenido
Brasil en su historia, Jair Bolsonaro, ese que representa a esa otra tribu, la
de los intolerantes, los violentos, los exterminadores, los fascistas que odian
a afros, indios, gays, lesbianas y chicas trans.
En el impecable
césped del Maracaná hay millones de millones de dólares, pero eso vale nada en
esos minutos de desborde emocional que nos
retornan a la primigenia idea del juego: Messi y Neymar se funden en un
abrazo de hermanos, de panas, de cuates, de compañeros, de amigos, y luego se
sientan a charlotear y reir junto a Leandro Paredes, compañero del 10 brasileño
en el Paris Saint Germain. No recuerdo haber sido testigo de homenaje semejante
al sentido profundo del fútbol porque transcurridos los 95 minutos
reglamentarios, pasadas las tensiones de ese que es divertimento y combate al
mismo tiempo, los protagonistas vuelven a su condición de sujetos de la
cotidianidad donde la rivalidad queda extinguida por valores que deben siempre
prevalecer y que pasan por la escucha y la comunicación.
La celebración
es más emocionante que el partido. El riesgo era no sólo jugar contra la verde
amarilla, sino también contra el árbitro, el VAR, algunos intereses de la
Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol), factores terrenales
contrapesados en la corte celestial desde donde Diego Maradona hacía fuerza
para que Argentina volviera a ganar un torneo después de 28 años y Messi lo
consiguiera por primera vez.
Desde su breve
estatura, Messi levanta a su tocayo, al seleccionador Lionel Scaloni, con los
brazos de un gladiador que nunca desistió de intentar hasta lograr un trofeo
con la albiceleste. Sin grandes pergaminos, sin un marketing periodístico que
lo ayudara a negociar más miles de dólares de los miles que ya le pagan, el
entrenador junto a históricos de la generación Pekerman, que conforman su
cuerpo técnico --Pablo Aimar, Walter Samuel, Claudio López—hizo del equipo
nacional argentino esa tribu capaz de superar las camarillas y las roscas. Las
personas se impusieron a las trayectorias, y así Messi, Di María, el Kun Agüero
y Otamendi les pasaron las mejores ondas de sus grandes itinerarios a compañeros
con un carisma y una vocación ganadora como Emiliano Martínez, ese cíclope del
arco que le atajó tres penales a Colombia para meter a su equipo en la final,
como Rodrigo De Paul que envió de viaje al esférico hacia los pies del “Fideo”
como si se tratara de una interminable travesía entre Buenos Aires y Rio de
Janeiro, para que éste colgara el balón a Ederson que tuvo que girar la cabeza
para comprobar que la tenía adentro.
Cuando la
selección argentina devolvió a sus integrantes a sus familias, las imágenes
eran las de personas que habían extrañado a sus compañeras, a sus hijos, a sus
padres, a sus abuelos, a sus sobrinos, a sus tíos y a algunos amigos y
conocidos del barrio. La deshumanización y el empobrecimiento espiritual al que
nos ha llevado la pandemia, fueron superados durante un par de días contra esa
abrumadora, absurda y mal llamada nueva normalidad, porque la única normalidad
es la del sentido existencial que pasa por los afectos, los compromisos
emocionales cotidianos con los que amanecemos para seguir en la lucha.
Contragolpe, columna publicada en La Razón el 31 de julio
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