Hay quienes están hartos de la perfección y la imbatibilidad del Barcelona. Les molesta, como seres imperfectos que son/somos que cualquiera que se ponga enfrente aparezca reducido a su mínima expresión, sometido y expuesto ante la humanidad futbolera por sus limitaciones dada la precisión y las invencibles convicciones de los de Guardiola que hacen aparecer siempre a los de enfrente como ingenuos combatientes de guerras inexistentes. No se dan cuenta hasta ahora que el Barsa ya sabe que este es un juego en el que no hay que matar a nadie, y en el que hasta el engaño de la gambeta es un recurso lúdico, no una trampa para atentar contra la integridad ajena.
Con toda la tradición fundadora del balompié moderno, con el nuevo Wembley impecablemente habilitado para la final, con Fergusson cumpliendo más de veinticinco años al frente del más grande de los equipos ingleses, el Barcelona saltó al campo para hacer de su compleja simplicidad, un concierto de toques, perfectos ejercicios de geometría --movimientos triangulares, circulares, gol anotado en la escuadra izquierda de Van der Saar por Villa-- y gestos de lealtad y respeto por el compañero: Xavi entregando el cintillo de capitán a Puyol apenas éste ingreso a falta de cinco minutos para el final, y Abidal, recibiendo del capitán histórico el mismo cintillo para que sea él quién reciba el trofeo orejón de esta Champions League, en tributo a su lucha por la vida, superando un tumor y volviendo a pisar la grama para formar parte de este cuadro memorable que a estas alturas pone la firma de ser el mejor de todos los tiempos, por fútbol, talentos personales, virtuosismo, laburo en equipo, pero primero, calidad humana como punto de partida para todo lo demás.
El Barsa es demasiada cosa para este planeta pulverizado por las guerras y combates de todos los tamaños en que la adicción por el poder supera todas las adicciones que podamos conocer, producto de la vocación del hombre por el placer, porque en este caso, el placer pasa por el cuidado del cuerpo, por su preservación y potenciamiento para correr y desplazarse, para jugar y divertirse. ¿Qué mensaje de paz y concordia más poderoso en estos tiempos descarnados, podría equipararse al que nos envían sistematicamente los blaugranas, rindiendo siempre a la altura de su preparación y de su incondicional devoción por la pelota?
Lo de Barcelona pasa por la insoportable lucidez de Guardiola, el incontrolable talento de Messi y la conciencia colectiva de un puñado de futbolistas que nos devuelven a las raíces: Jugar es tocar, jugar es amagar, jugar es gambetear, jugar es asistir o hacer pase-gol, jugar es ir hacia atrás para intentar cuantas veces sea necesario, desde la línea de fondo comenzar una nueva jugada en el que la entrega de la pelota pueda ser tan vistosa y vitoreada como la traslación obsesiva y alocada de cualquier individualista.
El Barcelona, en gran medida construído desde la cultura de propuesta ofensiva instalada por Johan Cruyff como jugador y técnico, rinde tributo a esa certeza ahora sí indiscutible de que jugar bien, jugar lindo, jugar bonito, jugar vistoso está indisolublemente adherido al objetivo de ganar. Jugar bien y ganar, nos lo ha demostrado nuevamente este grandioso equipo, tienen que ser la misma cosa y no como durante más de treinta años quisieron separar maliciosa y utilitariamente los amantes de la fealdad y la pura eficacia.